Yo te digo mi verdad

El hombre que pudo reinar bien

Su sucesor sanguíneo tendrá que hacer más de un esfuerzo supremo para quitarse la sombra de la sospecha

Puede que por prudencia desproporcionada tengamos que llamar salida a lo que otros, con la campechanía de la que presume don Juan Carlos y sin que les falte razón, podrán denominar huida o fuga de España del Rey emérito. Conociéndole como creemos conocerlo, no es extraño imaginarlo diciendo a sus más íntimos en un tono realmente llano: "Que me largo, vamos". En cualquier caso se trata de una salida por la puerta de atrás de la Historia de alguien que aspiró, y lo logró, ser considerado una figura clave, pero que en cualquier caso ya no podrá ser un personaje ejemplar en los libros. Los historiadores, en sus futuros escritos, quizá distingan dos épocas, o tres, de un jefe de Estado designado a dedo por un dictador que se había levantado contra un régimen democrático. Un rey que luego fue la salvación y alivio de todo un país, un continente y parte de un planeta en una inolvidable noche de febrero, que le hizo convertirse en la verdadera imagen de la España optimista en torno al 92 y que finalmente rompió en alguien irreconocible, que ha recordado en sus actitudes, siempre presuntas, a algunos de sus peores antepasados portadores del apellido Borbón.

Se pasan de optimistas quienes dicen, con frase manida, que las últimas andanzas y el exilio de Juan Carlos "no empañan la importancia de su legado y su protagonismo en la Transición". Porque el efecto y las causas de aquella primera abdicación, de la posterior retirada de las actividades públicas y del reciente repudio de su hijo y heredero son mucho más que un vaho en el cristal de la Historia de España que se pueda quitar pasando un pañuelo. Su sucesor por derecho sanguíneo tendrá que hacer más de un esfuerzo supremo para quitarse la sombra de la sospecha. Aunque renunciara a la herencia económica y financiera, no podrá desprenderse de la genética y política. Por otra parte, la sociedad española y sus representantes legítimos electos exigirán (o deberían exigir) un mayor control sobre las actividades, todas, de la Jefatura del Estado. Y el único control válido en una democracia es el del Parlamento.

Nada será igual a partir de ahora. Habría que revisar y concretar la consideración de inviolable que tiene el Rey. Habrá quien diga después de todo esto que los republicanos están aprovechando la ocasión para atacar a la institución y cambiar el sistema de estado. Querrán atacarlos como antiespañoles, pero es que, usando una alusión monárquica y borbónica, así se las ponían a Fernando VII.

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