Qué lástima

He sentido muchas veces que en Andalucía somos incapaces de ser sólo felices o sólo tristes

Mi abuela vive en Triana, al sur del oeste. Pasa los días en un pequeño salón, a oscuras hasta la noche, alumbrada con la luz de una bombilla afónica o de la calle tras la persiana bajada. Mi tía Mari ha vivido siempre con ella, mi abuelo ya se fue. Asocio a ese saloncito ciertos momentos, rodeado de familiares en torno a una mesa redonda, encajados en sillas, charlando y comiendo dulces, con la tele hablando para nadie, bañados por un aire triste y cálido, lleno de silencios y reproches, de recuerdos, de fotos antiguas, de risas. Supongo que en todas las familias ocurre así: cada una es un tapiz que combina todas las historias posibles, y todos tenemos un lugar en él, aunque lo desconozcamos, que nos define.

Un día hablamos de mi sobrino, que aún es pequeño. Había acompañado a sus padres a un centro comercial y quería ir a la tienda Game, pero estaba cerrada. Así que se quedó un rato mirando el escaparate y dijo algo sobre el precio de la Nintendo Switch y lo que habrían pagado los Reyes para llevársela a casa. Mi tía, que estaba escuchando a mi madre contar esa historia, rodeada de muebles antiguos y de fotos de los nietos, dijo: “Ay, qué lástima”.

Lo dijo esbozando una sonrisa, con las cejas fruncidas, ladeando levemente la cabeza, como asintiendo a una pregunta que nadie había formulado o que nadie había oído pero flotaba en el aire. En la boca de mi tía, por una secreta alquimia, esa frase de pena hablaba de amor y de ternura. He sentido muchas veces que en Andalucía somos incapaces de ser sólo felices o sólo tristes, que es imposible que el estado puro de ambos sentimientos permanezca mucho tiempo en nuestro corazón. Lo he visto en nuestra música, en nuestra poesía, en mi familia, en mí mismo. Tras nuestros ojos habita una sombra, sea esta de esperanza o de desamparo, y todo lo que decimos celebra y lamenta al mismo tiempo, parece dudar o rezar o esperar algo de no se sabe quién o cuándo.

Mi tía y todos sabemos por qué mi tía lo dijo. Y el tiempo, que está pasando y nos lleva, también a cada uno lo sitúa en el lugar en el que, hablando de nuestros pequeños pero también de nuestros padres y abuelos, podemos pronunciar, con ese mismo sentido, esas mismas palabras. A veces mi padre pasa y deja el mismo olor que dejaba mi abuelo. Oigo a mi madre lamentarse del mismo modo terco y velado con que mi abuela se queja por todo. Veo a mi hermano trastear con el móvil, con mil pestañas abiertas, siempre con algo en la cabeza, y me veo. En cada momento alguien sabe lo que seremos, o piensa en lo que fuimos, sospecha lo que callamos o intuye que no lo decimos todo, y piensa o se dice: “Ay, qué lástima”. No hay mejor forma de querer.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios