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La aldaba
Ninguna estación del año filtrea con la memoria como el verano, ninguna conserva los tintes azules de los días en los que nadie nos faltaba. El verano es aliado de la infancia. Como los helados, las bicicletas, los cartuchos de patatas o camarones, los hombros quemados, las tardes eternas, las picaduras de los mosquitos, aquellas colas en las cabinas que perdimos para telefonear a la ciudad a partir de las diez de la noche que entra en vigor la tarifa nocturna, la mala señal de televisión que te dejaba tirado a la mitad de la película, las caras sonrosadas por las horas de sol, el agua de la piscina en los oídos hasta que de pronto sale repelida, los refrescos, las patatas fritas, los bañadores mojados durante horas, la pandilla que se disuelve en septiembre, las cartas que también perdimos antes de que hubiera mensajería de telefonía móvil, los juegos de mesa, el Tour de Francia que siempre gana el chico grande de Navarra que deja que los demás ganen algo, los Juegos Olímpicos, los fichajes de los clubes de fútbol, el estreno de una película en un cine al aire libre con sillas de hierro que si la mueves te manda todo el auditorio a callar, las pipas y las golosinas, el olor a Autan para repeler los insectos, la cola en la farmacia, que el verano no es verano hasta que se forma la cola de espera en la botica; el supermercado donde hay que mirar todas las caducidades no te vayan a dar productos del año pasado, los reencuentros deseados e indeseados, el olor de la crema protectora que por fin han sacado una que aguanta el efecto del agua, el día en que pasa algo, porque siempre hay un día que ocurre un hecho que altera la vida cotidiana estival, pues aparece una gran pez muerto en la orilla, aviones estruendosos que surcan el cielo, alguien se muere y hay que regresar a la capital o han robado en un comercio y ha llegado la Policía; las misas de verano que nunca se oyen bien porque el aforo del templo no es suficiente, las lecturas de libros donde eliges tu destino, los juegos en la piscina con ahogadillas y saltos, los bañadores tendidos, la hora de la siesta en la que no debe moverse un varal, la serie de televisión, las partidas de naipes y de ajedrez, la visita inoportuna que se empotra y gorronea apartamento y piscina, las raciones de sardinas que es mejor comerlas en el bar que no en casa que dejan el olor toda la tarde, las barbacoas en el chalé de un amigo, el paseo en el barco y las puestas de sol donde todos los veranos se funden y se convierte en uno solo. Todo esto, ayer como hoy, ha pasado o está pasando en las playas de Andalucía, la región verde donde mejor vivir o recordar los días azules.
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