
La ciudad y los días
Carlos Colón
Los dos Calvo Sotelo
Bloguero de arrabal
El cuento, el relato y la narratolgía, perdieron mucho cuando en marzo de 2001 la mili dejó de ser obligatoria. El servicio militar sacaba a los jóvenes de los pueblos más remotos y les daba a conocer otras formas de vida. Muchos de ellos aprendían a leer y a escribir, se libraban durante unos meses de las duras labores del campo, a los cirribulles se les disciplinaba; consumían una dieta balanceada, se les obligaba a asearse con asiduidad, y, sobre todo, cuando volvían al pueblo, se convertían en cuentistas competentes, creadores de autoficciones con las que encandilaban a sus vecinos. Hoy, solo los aspirantes a rey hacen obligatoriamente la mili en los tres ejércitos, y vuelven a Palacio convertidos en expertos cuentistas. Un privilegio indudable, que no se tiene en cuenta cuando se habla de que los herederos se adiestran en el arte de la guerra sin privilegios. Me enseña Pánfilo su cartilla militar para que me crea las historias que me endilga de su puta mili, en la que ingresó como filólogo y salió como marinero de segunda. En la orden de licenciamiento –me pasa una fotocopia– se detallan las notas que mereció al terminar el servicio. “Conceptos que ha merecido”, leo: “Aptitud profesional: buena; espíritu militar: bueno; concepto moral: bueno; policía: buena; conducta: buena; valor: se desconoce; carácter alegre y salud buena. ¿Fue herido en campaña?: no. Recompensas obtenidas: (…)”. Pese a venir avalado por un currículo tal, el cuentista de Pánfilo me dice que su paso por la Marina no fue tan mediático como el de la heredera. Que nadie lo llamó guapo por las calles de Cádiz, que su sargento no lo obligó a subirse al palo mayor porque padecía de vértigo; que fue el único, de los dos mil quinientos reclutas, que marcó bien el paso en la jura de bandera. Y que en 1967 (suceso notable), la Marina sustituyó los recios gayumbos de Trafalgar por apretado slip. Cree que ahora las mujeres soldado habrán sido autorizadas a utilizar tanga en lugar de la braga de cuello alto. Que también él, sin ser heredero, disfrutó de algún privilegio: le dieron el pase pernocta y una vespa de cartero para que hiciera los recados de sus almirantes, incluida la compra de aspirinas, píldoras y condones en el economato. Y que, destinado en Madrid, su periplo lo realizó en una barca del estanque del Retiro.
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