Las miradas centenarias

Allí se quedaron, con sus móviles, con sus dosis de Whatsapp, de dopamina, de anhelo de cobertura

Lo que les voy a contar me sucedió la otra noche, yendo a cenar con un amigo con el que hacía tiempo que no coincidía. No les detallo la ciudad y el barrio concreto en el que esto pasó porque me temo que la escena es frecuente en cualquier sitio. Por desgracia.

Elegimos un restaurante italiano que se precia de contar con buenos vinos y de trabajar la cocina napolitana más auténtica. Ambiente tranquilo, mesas ocupadas por gentes civilizadas, que compartían sus confidencias y sus alegrías en voz baja. Luz tenue, fondo musical adecuado y con el volumen justo para crear ambiente, pero sin molestar, y un vino tinto que supo estar a la altura. En las paredes, unos cuadros de época nos ofrecían estampas del Nápoles de principios del siglo XX. Comentamos mi amigo y yo esas escenas de personas en blanco y negro que miraban a cámara, que nos miraban, desde su mundo anterior a la Primera Guerra Mundial. Distinguí en aquellos ojos el reflejo de una vida dura, auténtica, poblada de dificultades y carencias. Y sentí algo parecido a la pena, como si aquellas mujeres esforzadas, aquellos hombres de una pieza y aquellos niños despeinados estuviesen implorando cierto auxilio. La estética del pasado, no sé.

En todo caso, resultó una cena magnífica, de esas que se quedan cortas y que dan ganas de repetir cuanto antes. La cuestión es que cuando ya habíamos pedido la cuenta entró un matrimonio con dos hijos a los que les calculé entre doce y quince años. Se sentaron en una mesa cercana y, sin haber mirado la carta, desenfundaron los cuatro. Sacaron sus móviles y, sin mediar palabra, comenzaron todos a ver sus cosas. Cada uno de ellos se dio a ver vídeos, imagino que enviados por sus contactos. Memes. Vídeos supuestamente graciosos. Canciones. Volumen alto. Nulo respeto por los demás.

Por suerte, la cuenta vino pronto y mi amigo y yo pudimos escapar, dejando atrás aquel cúmulo de mala educación. ¿Qué hubiera ocurrido si, en vez de al final de la cena aquella familia hubiese entrado al principio? No quiero ni pensarlo. Allí se quedaron, con sus móviles, con sus dosis de Whatsapp, de dopamina, de anhelo de cobertura, molestando al resto de comensales.

Y a la que nos íbamos. Volví a observar a los napolitanos de los cuadros, aquellas personas de hace más de cien años. Y les aseguro que en sus miradas ya no encontré entonces otra cosa que pena. Pena por nosotros. Como si entendieran que no merecemos el vino que bebemos.

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