La esquina
José Aguilar
Yolanda no se va, se queda
Todo comienza con ciertas dosis de inquina que se van transmitiendo como una infección deletérea: el mordisco del vampiro que te transforma a la tercera noche; la gota malaya que cae con paciencia y armonía hasta que te taladra el cerebro; ese rumrum constante que lo aceptas finalmente para que deje de molestarte; ese comentario repetitivo o esa mentira tan constante que, a fuerza de repetirla, se convierte en verdad; ese bulo que solo sirve para recoger votos y que los políticos mantengan sus puesto de trabajo y estatus; esas injerencias en la vida de los demás, tan solo para desprestigiarlos; esa manera de señalar con el dedo a todas horas y al mismo tipo para cargártelo o desprestigiarlo; ese niño que coge manía al compañero que no le ha hecho nada, pero que es muy tímido y gordito, y consigue que el resto de la clase lo humille y lo aísle; esa vecina que destroza los buzones de la comunidad para que culpabilicen a otra; ese señor que, con ciertos comentarios desproporcionados, intenta aislar a otro amigo, como en el cole; ese alumno que culpabiliza a otros del destrozo que se ha producido en los aseos; ese envidioso que va rayando los brillantes automóviles que encuentra a su paso; ese personajillo, maleable y sin personalidad, que se cree lo primero que le cuentan y arremete contra un tercero sin saber de qué va la película y sin ser consciente del daño que puede ocasionar; ese correveidile que actúa como portavoz de la vieja del visillo; ese presidente que va a luchar decididamente contra la corrupción y le chorrea más adelante por todas partes; ese señor que se empeña en matar moscas a cañonazos, o niños, para conseguir un trozo de tierra; ese profesor que corrige los exámenes según sus simpatías; ese coñazo que por tripas tienes que pensar políticamente como él y deja de hablarte porque tienes tu propio criterio; ese jefazo que esclaviza a sus trabajadores con muchas horas adicionales no remuneradas; ese vago que espera impaciente su paguita mensual y no se preocupa por trabajar; ese especulador sin escrúpulos que le da igual cargarse una reserva natural para construir cuatro bloques de pisos; ese frustrado que, como un niño mimado, va culpabilizando a los demás de su triste vida; ese madurón, que actúa como un teenager, y pone en práctica todos las fases del lamentable bullying escolar; ese vecino que ni vive, ni deja vivir. Por todo ello y más, la misantropía regresa con fuerza.
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