Uno de los libros que fueron más buscados del desaparecido periodista Luis Carandell, en los años finales de la dictadura del general Francisco Franco -ya ha llovido- fue el titulado Celtiberia Show. Se trataba de una entretenida e inteligente recopilación de noticias y visiones muy particulares sobre la historia de España, para provocar la risa o la sonrisa del lector al hilo, asimismo, de algunas informaciones sobre disposiciones, extrañas situaciones y verdaderos disparates que emanaban; como en todo tiempo, según vemos en nuestros días, también; de las distintas instancias de los gobiernos que se sucedieron desde la Edad Media hasta ese tiempo de la dictadura de Franco, como hoy pudiesen serlo de éstos otros tumultuosos gabinetes ministeriales, poco menos prolíficos, por cierto, en la producción de dislates, despropósitos y otras extravagancias.

En las páginas de aquella publicación -y hablo de memoria- se recogía una viñeta humorística, previamente publicada en la prensa en la que, con un fondo de altas sierras y frondosos valles, un campesino bajito y tocado de aplastada boina se dirigía a un barrigudo caballero, ataviado con impecable chaqué y chistera, diciéndole: "Cuando el bosque se quema, algo suyo se quema, señor conde…". Fíjense que subversión tan ingenua y que alguien, no obstante, llegaba a suponer peligrosa…

Los incendios forestales, desgraciadamente, son el pan nuestro de cada día durante los tórridos veranos en los países del sur de Europa, incluso en otros de lejanas latitudes y en otros continentes. España no se libra, ni mucho menos de esa lacra y desde hace muchas décadas. Provocados unos, a mala conciencia y otros fortuitos por causas accidentales o naturales, nos convierten en poco menos que familiares las terribles imágenes del fuego engullendo centenarios bosques y acorralando a criaturas de todo tipo, presas del pánico, en poblaciones que se ven cercadas por las devoradoras lenguas que danzan con ardor desmedido sobre inmensas e incontroladas lumbres, haciendo desaparecer cualquier presencia de vida en nuestros montes -sean o no sean del señor conde, qué más da- a los que acuden, menos mal, siempre con heroica eficacia, bomberos, unidades militares, voluntarios y otros expertos a los que nunca agradeceremos lo bastante.

Uno piensa; sin saber del asunto, como fácilmente se puede suponer; que harían falta, por lo menos, dos cosas -habría una tercera que merece columna aparte- para paliar en algo este gravísimo problema. La una, legislar de modo que el posible castigo a quien a sabiendas lo cause, le haga desistir de antemano, incluso de pensarlo. Y lo otro, potenciar el estudio, la investigación y los medios de aquellos profesionales que saben contener este terrible mal que es el monte ardiendo. ¿O no?

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