En tránsito
Eduardo Jordá
¿Por qué?
En mi pueblo, todas mis cuñadas serían “viejas”. No lo son si las miras a los ojos, pero es lo que dice su DNI. Es la maldición de los 60, una injusticia tranquila que vivimos en los medios a diario: cuerpos que se vuelven categorías y titulares que simplifican hasta deformar. Hemos ensanchado el imaginario social de “ser joven” hasta los 40 pero seguimos teniendo un problema con ese deadline que significa la jubilación. Como si una frontera administrativa pudiera capturar la vida real.
Leí hace unos días un artículo de Ken Stern en The New York Times reflexionando sobre algo obvio que nos resistimos a aceptar: la edad cronológica se ha convertido en un pésimo indicador de casi todo. Nos recordaba que había sido el canciller alemán Otto von Bismarck, el de los “fondos de reptiles”, quien creó el primer plan de pensiones del mundo, allá por 1880, fijando una edad de jubilación a los 70 (la que luego acortamos generalizando a los 65 y ahora volvemos a balancear hacia arriba) cuando la esperanza de vida media era de apenas 40.
Y ahí seguimos, atados a las dinámicas de la economía, de lo que socialmente nos podemos permitir, construyendo debates, miedos y políticas sobre un patrón del siglo XIX. Pero la realidad va por otro lado. Hablamos del envejecimiento como amenaza, sin mirar lo que hoy significa tener 70 u 80 años, cuando algo tan cotidiano como entrar gratis a un museo, pagar muy poco por una medicina y viajar por un puñado de euros nos dicen que ya no contamos. Sin querer mirar, tampoco, la otra cara: que nuestro verdadero problema no es que haya gente que llegue a los 90, sino que no sabemos sostener económicamente una sociedad donde cada vez más personas lo hacen, y lo hacen con calidad de vida.
Mi padre tiene un primo con 93 años que sigue viniendo a Andalucía a pasar las Navidades conduciendo desde Bilbao. Viste camisas hawaianas, tiene una amiga para su grupo de baile de las tardes y menos arrugas que yo. Es lo laboral, es lo social y lo sexual. Y de nada de ello sabemos (o queremos) hablar.
El error está en la mirada. En usar etiquetas viejas para vidas nuevas. En tener miedo a una edad que ya no existe pero que mantenemos porque, asumámoslo, nos conviene. Lo digo para cuando me toque: no me llames “vieja”; es que no lo soy.
También te puede interesar
En tránsito
Eduardo Jordá
¿Por qué?
Paisaje urbano
Eduardo Osborne
Ussía, del humor a la ira
La colmena
Magdalena Trillo
No me llames vieja
Crónica personal
Pilar Cernuda
Retirada estratégica
Lo último