Reflejos de Málaga
Jorge López Martínez
¡Que viene el ‘loVox’!
Imagino que ustedes también han visto alguna vez este vídeo. En una clase, un profesor coloca sobre su mesa un tarro de cristal de medio litro. Luego saca de su cartera unas pelotas de golf y las mete en el tarro. En ese momento le pregunta a los estudiantes si el tarro está lleno. Los estudiantes dicen que sí. Nosotros, que somos ya perros viejos y hemos recibido incontables acertijos y parábolas en forma de vídeos virales, sospechamos que esa es la inocente respuesta que se espera de nosotros para seguir con el chiste, pero esa es otra historia.
El profesor sonríe con ternura o suficiencia y acto seguido vuelca en el tarro unas canicas, que van ocupando los huecos entre las pelotas de golf. Vuelve a preguntarle a los alumnos. Los alumnos, como debe ser para que esta historia funcione, vuelven a decir que sí. Y a cada respuesta afirmativa, el profesor va volcando en el tarro objetos cada vez más pequeños, hasta verter agua hasta el borde. Finalmente el tarro queda, esta vez sí, completamente lleno.
Se supone que el tarro representa la vida como experiencia, como espacio que vertebrar con la familia o con Dios, esas grandes pelotas de golf que dejan sin aire al resto, pero creo que nuestro tiempo pide una nueva simbología. El tarro sigue siendo la vida, pero es ahora un espacio a la venta. Las pelotas de golf serían nuestras horas de sueño, ese lugar que en Futurama estaba lleno de anuncios, mientras que el resto de elementos con que su aire se llena son los huequitos que aún están por colonizar por la publicidad y la inversión privada.
Resulta que en el Sudeste Asiático y en Latinoamérica se han puesto de moda las microficciones, culebrones con episodios brevísimos, de uno o dos minutos, para verlos en el metro o el bus o mientras se hace el cacito de arroz en el micro. Dijo una vez Tierno Galván que hay que leer como comen los pájaros: levantando de vez en cuando la cabeza. Las tornas se han cambiado: ahora se vive bajando de vez en cuando la cabeza, para ver algo en el móvil, lo que sea. Una historia de un minuto, una foto de alguien con quien hace mucho que no hablamos, la hora por enésima vez en la última hora.
Hablaba hace poco con un padre que se quejaba de que sus hijos no son capaces de concentrarse, y los obliga a ver películas o capítulos de series de una sentada. Y no son sólo los niños: la gran mayoría de espectadores de estas microficciones son mujeres hechas y derechas. Desde hace años llevamos sembrando en nuestros cerebros una flor exótica que se come el oxígeno que podríamos dedicar a otras cosas. Los padres y los niños, y cada vez más abuelos, sacan por reflejo el móvil en los ratos muertos. Y cuando se ve una película o se intenta leer un libro o se conversa, el móvil, tirado en el sofá o en la mesa, nos hace guiños, chasquea los dedos, enciende su pantalla, llena de luz y colores, y entonces tenemos que decirnos a nosotros mismos esa frase tan de película mala: “No vayas hacia la luz”. Lo mismo que se le dice a los que se están muriendo.
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