La tribuna

Antonio Heredia Bayona

El político y el científico

VIENE siendo frecuente en los últimos años un acentuado interés sobre los fenómenos educativos implicados en el complejo proceso de la investigación científica. Enseñar y educar en valores del trabajo científico supone, junto con la transmisión de conocimientos, preocuparse por transmitir valores inherentes a la actividad científica tales como el rigor científico, el modo de plantear un experimento o un proyecto y el valor del carácter de predicción, a la vez que provisional, de este trabajo.

Vivimos tiempos de especial agitación política protagonizada por la convocatoria de elecciones generales. En este sentido, podría ser oportuno reflexionar sobre el tipo de valores que nos trasmiten y enseñan en el transcurso de su trabajo, de sus actuaciones públicas, una gran parte de la clase política de nuestro país. Podría servir de línea argumental una comparación entre el trabajo cotidiano de un científico y un representante de nuestra clase política. Reflexionando en torno al método de trabajo, el científico está sometido constantemente al férreo marcaje de la evaluación anónima y rigurosa de su trabajo y dispone de unas reglas de juego muy simples, claras y que funcionan desde hace siglos. La más importante dice que no hay ninguna verdad totalmente establecida, que todo conocimiento es provisional. Aunque hay científicos que se autoengañan, ese mensaje recuerda continuamente el valor de la humildad que infunde la provisionalidad del conocimiento inherente al trabajo científico. Por otro lado, el mensaje que vemos a diario en los medios de comunicación dibuja un escenario de políticos en posesión de verdades absolutas e indiscutibles. Un escenario donde parece no haber lugar para el análisis, la crítica y la discusión serias. En cuanto a la praxis diaria, el científico no sólo no puede ni debe inventar los resultados de su trabajo, no debe tampoco exagerar o enfatizar los mismos. La comunidad científica le dejaría, tarde o temprano, en evidencia y lo ignoraría y despreciaría por el resto de su vida profesional. Los políticos, algunos políticos, no sólo exageran demagógicamente determinados problemas sino que a veces los inventan o invocan, sin el menor rubor y futuras consecuencias, como arma de ataque al rival político. Además, el científico debe explicar claramente su trabajo, sin ambigüedades, con clara y respetuosa referencia a la labor de sus antecesores. Algunos políticos, lo vemos y oímos estos días, proporcionan a menudo mensajes parciales e interesados con especial olvido de los antecesores, especialmente si son de ideología distinta. El científico no puede vender mensajes y propuestas improvisadas, simples y obvias; el político nos inunda, en el fragor de la campaña electoral, con frases de salón, con brindis al sol, con promesas exultantes y oportunistas carentes del mínimo análisis y rigor intelectual. En este sentido, el contenido de algunos mítines políticos son auténticos insultos a la inteligencia de los ciudadanos. No cabe duda que nuestros políticos nos deben una buena dosis de lo que podríamos llamar ejercicios de explicación: comunicar, transmitir el contenido de los programas, sus alternativas y sus posibles consecuencias. En suma, estamos huérfanos de pedagogía política, parcela en la que la comunidad científica que depende de financiación pública ha hecho un notable esfuerzo en las últimas décadas.

Probablemente, la cuestión del sentido de los valores en la imprescindible actividad política no sea sino cuestión de una buena dosis de noble sentido común hecho práctica diaria. Y también de estilo. Es, quizás, un estilo distinto lo que echamos de menos. Un estilo despojado de atributos rancios y de mediocridades, basado en realidades como la solidaridad, la razón, la generosidad y un sentido exacto de lo público. Sobran, quedan fuera, afecciones como la arrogancia, el menosprecio, la intransigencia, la descalificación gratuita, el cinismo, el partidismo ciego, el oportunismo y, sobre todo, la falta de sentido común. Como dejó escrito Max Weber en su ensayo El político y el científico, el político debe siempre levantarse con la sana referencia de estar a la altura de sus propios actos, a la altura del mundo como realmente es, a la altura de su cotidianidad. Y, podríamos añadir, los ciudadanos deberíamos aprender a saber captar la forma de mirar y entender el mundo de nuestros políticos, en ella debería estar la esencia de nuestra elección. Porque, en última instancia, estamos hablando de valores. Valores que deben ser conducidos con dos de las herramientas más escasas en esta tecnosociedad de principios del siglo XXI: con entusiasmo y con pasión. Así lo vio el citado Max Weber, una personalidad compleja que aunaba el hombre de ciencia y un apasionado interés por lo público, quien nos dejó esta última reflexión: "La política consiste en una dura y prolongada penetración a través de tenaces resistencias, para las que se requiere al mismo tiempo, pasión y mesura ... Sólo quien está seguro de no quebrarse cuando el mundo se muestra demasiado estúpido; sólo quien frente a todo esto es capaz de responder con un "sin embargo"; sólo un hombre de esta forma construido tiene "vocación" para la política". ¿Reconocen ustedes a alguien con este perfil?

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