La tribuna

Manuel Ruiz Zamora

La rebelión de los paletos

17 de octubre 2014 - 01:00

UN fantasma recorre Europa: la rebelión de los paletos. "Paletos del mundo -parecen gritar sus profetas funcionarios- uníos para poder permanecer separados hasta el fin de los tiempos". Eso que hemos llamado "construcción europea", y que no es más que la defensa que hemos tenido que inventar contra la instintividad gregaria y cerril de los paletos, peligra de nuevo. A lo largo de los siglos los europeos nos hemos atizado principalmente por cosas de paletos. Al contrario que otras muchas colectividades, el proyecto europeo no se levanta contra los peligros que vienen de fuera, sino contra las amenazas seculares que nos acechan desde dentro.

Frente a la raigambre puramente vegetal del paleto, hubo que inventarse la alternativa de un mínimo común denominador humano que permitiera la convivencia entre especímenes de lo más diverso. Surge así el ideal ilustrado del ciudadano: un individuo libre y soberano, orgulloso de su autonomía moral y de la capacidad crítica de su entendimiento. No obstante, como diría el poeta, fue tan sólo flor de un instante. A partir del romanticismo, foco de todas nuestras perversiones políticas y morales, los paletos vuelven a concentrar sus fuerzas contra cualquier corriente de aire fresco: surge la mística del rebaño, aunque sea camuflada bajo la advocación, aparentemente más digna, de "pueblo". En las dos guerras mundiales los paletos destrozaron Europa, mataron a mansalva, crearon los campos de exterminio en base a un principio imbécil de identidad colectiva que contiene en sí mismo todas las implicaciones lógicas del totalitarismo.

Cada vez que Europa ha intentado avanzar hacia las fórmulas de ciudadanía y cosmopolitismo, allí donde no hay ni pueblos ni razas, sino individuos que se relacionan de igual a igual con otros individuos, brota como un resorte paranoico la sempiterna reacción de los paletos. Llamo paletos a quienes no pueden vivir sin aspirar el hedor de las ventosidades, culturales o de cualquier tipo, de los que ellos consideran sus idénticos. El paleto se caracteriza por un miedo cerval a la libertad, por un rechazo frontal a todo lo distinto, por una aparente actitud de superioridad que esconde, en el fondo, una conciencia profunda de su insignificancia. Ese tic, por ejemplo, de condescendencia racial que traiciona a veces a los nacionalistas catalanes no es sino la expresión retorcida de su irrelevancia histórica. No por casualidad, al tratar Freud de esas patologías del sentimiento que denominó "narcisismo de las pequeñas diferencias" ("la obsesión por diferenciarse de aquello que resulta más familiar y parecido"), puso como ejemplo a los catalanes.

El dios al que todos los paletos sacrifican su inanidad personal es el principio lógico de identidad, en su versión, eso sí, más obtusa y caricaturesca. Lo que ellos llaman identidad es precisamente la indiferenciación en un magma social sin perfiles definidos. Da igual que se presenten como conservadores recalcitrantes o progresistas radicales: en el fundamentalismo identitario coinciden los devotos de Jean Marie Le Pen y los del profesor Junquera, los que votan a Bildu y los que optan por el nacionalismo inglés u holandés de ultraderecha. Ahora vuelven de nuevo los paletos, como dice nuestro himno, después de siglos de guerra. Desde todos los confines de Europa levantan sus banderas inventadas con un solo objetivo: dejar en la estacada el sueño europeo. Son los paletos de Escocia, de la Padania, paletos belgas y flamencos, paletos de ultraderecha en la Francia republicana y paletos de izquierda radical en la vieja Grecia. En la España cantonalista los paletos proliferan como setas. Paletos vascos y catalanes, tímidos paletos gallegos, inverosímiles paletos canarios, paletos del bable y el valenciano, líricos paletos baleares que consideran que la enseñanza del inglés es un torpedo en la línea de flotación de su roussoniano ideal de paraíso paleto: ser español, salvo excepciones marginales, se ha convertido en una afirmación, no de nacionalidad, sino de antipaletismo.

En su día se debatió la cuestión, esencialmente escolástica, de si había que recoger en la carga magna europea su tradición cristiana. Yo creo que, como apuesta de futuro, es mucho más importante reforzar nuestro mito fundacional moderno por antonomasia: la herencia ilustrada. Al desafío presente de los paletos hay que responder urgentemente y sin complejos, avanzando en un proyecto decidido de Europa federada y abortando de raíz cualquier pretensión identitaria. Y en España, si hay que reformar la Constitución, se reforma, pero para abolir privilegios: fuera fueros históricos y otras zarandajas, fuera nacionalidades ficticias, fuera establos y fuera patrias: individuos libres e iguales, como soñaron quienes, como nosotros, veían su libertad y sus vidas amenazadas por esa curiosa propensión de los aldeanos a obtener placer atizándose con los del pueblo de al lado.

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