Mis nenes saben que no soy especialmente capillita. Lo respeto, pero creo que la Semana Santa es un poco como la ópera, puedes llegar a apreciarla desde distintos ángulos, el histórico, el artístico, el religioso, el cultural, pero si no te conquista desde el principio, no te enamora del todo. Yo estoy en ese plano. Con el tiempo, he ido apreciando detalles, que son muchos, pero no me disloca. Ni mucho menos.

Aprecio, cómo no, el esfuerzo del hombre de trono y la discreción penitente del nazareno. Valoro el sentido religioso que evidentemente informa las procesiones que son, en puridad, estación de penitencia en la calle. Supongo (esto no lo sé a ciencia cierta, pero sospecho que debe serlo) que ese sentimiento religioso impregna además la conducta y la actividad de las hermandades durante el resto del año y eso hace que haya un valor más desconocido que el que se ve dorado en los pasos; más oculto y gris, seguro, pero de un calado importante. Distingo ya una buena chicotá de otra peor, reconozco algunas indicaciones de los capataces, me cuelo en las bullas con naturalidad y comento algunos momentos sin meter la pata. Sigo la hebra de la semana, pero no tengo problema en perderme las ganas fingidas de estar de pie parado un buen rato hasta que se acerque el paso que toque.

No pierdo de vista el impresionante reclamo turístico que la Semana Santa supone en Andalucía. Conozco, al menos tangencialmente, otras tradiciones en otros lugares de España y también de fuera, y, aunque prefiero, por gusto, la sobriedad castellana, la oscuridad alumbrada extremeña o la solemnidad recogida de Braga, creo que poco puede compararse al flujo que consiguen las capitales andaluzas, con las almas que compiten en lo alto, Sevilla y Málaga, y los estilos tan propios que pueden disfrutarse en las singularidades de Antequera, Priego, Montoro o Puente Genil, por decir cuatro de muchos. Eso es oportunidad de crecer.

La edad me ha hecho superar el rechazo inmaduro que precipitaba mis críticas a la riqueza y al derroche que los tronos atesoran y exhiben en Semana Santa. He comprendido, sin molestarme ya por ello, que cada cual honra a sus imágenes como quiere. No es la ostentación lo que priva en esa explosión, sino la expresión inequívoca del deseo de honrar. Quizás sea una forma primaria de demostración, pero el sentimiento es básicamente eso, primario. La edad, y la vista, en cambio, me están trayendo el tremendo rechazo que me genera la insoportable moda de tapar las calles de las carreras oficiales con parapetos gigantes que impiden por igual la visión al devoto andariego, al curioso ocasional o al turista despistado. Para muchos es devoción y recogimiento; para otros, descanso y relajo. Para todos, una semana, pero no una más, sino distinta, con calles teñidas de otros colores y aromas de primera primavera tomada de incienso. Con o sin fervor, pasión y disfrute, que falta hace.

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