Trump pontificio

Monticello

05 de mayo 2025 - 03:07

En la campaña electoral presidencial de 1992, George Bush padre, quien buscaba la reelección frente a un joven típicamente liberal –y con indicios fundados de libertino– como Bill Clinton, jugó la baza de la religiosidad. Bush representaba, frente a su aspirante, esa virtud del buen pastor que siempre había formado parte del retrato ideal del presidente. Las invocaciones a Dios se sucedían así en sus intervenciones públicas, hasta el punto de que, en un momento dado, sus asesores le reclamaron cierta contención pues, en los Estados Unidos, tan parte es de su identidad política la fuerte religiosidad como el respeto a la separación constitucional entre la Iglesia y el Estado. El equilibrio, claro, no siempre es sencillo. Cuenta el constitucionalista Gerald Bradley, que cubrió dicha campaña, que cuando en un encuentro con la prensa le preguntaron a George Bush Sr. por cuál había sido el momento más importante de su vida, éste no dudó en contestar que fue el de su servicio militar, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando, pilotando un avión de combate en el frente del Pacífico, fue alcanzado por el fuego enemigo, pudiendo milagrosamente salvar la vida, saltando al mar en paracaídas. “¿Y en qué pensaba usted mientras flotaba en el aire?”, le preguntó uno de los periodistas allí presentes. “Yo pensaba en las cosas verdaderamente importantes en la vida”, respondió Bush. “En mi familia, en mi país, en Dios y... en la separación entre la Iglesia y el Estado”. En esta deferencia norteamericana hacia la distinción entre los dominios de lo civil y lo religioso late una preocupación, como diría el reverendo Williams, porque el jardín de la Iglesia no se vea invadido por el desierto del Estado. En una administración, la del segundo Trump, que ha roto con todos los tabús de la cultura política norteamericana, la religión no podía ser una excepción, y el vehículo apropiado para ello es el catolicismo. Parasitar la Iglesia Católica es parasitar la universalidad, la tradición y un extraño contrapoder. Tras el manoseo intelectual del ordo amoris por parte del muy católico vicepresidente Vance, para justificar teológicamente la institucionalización del desprecio al extraño, el presidente Trump ha ejecutado la verdadera vanguardia, vistiéndose de Sumo Pontífice. Controladas las cámaras legislativas, el Partido Republicano, el Tribunal Supremo, las corporaciones tecnológicas y vejadas las viejas universidades, quedaba pendiente hacer mundano a ese poder espiritual arcaico, con sede en Roma, al que todo el mundo ahora dirige la mirada. IA mediante, a eso responde esa foto de Donald Trump autoerigido en vicario de Cristo.

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