Más allá de la polémica de turno, el famoso pin parental que nutre ahora las ansias frentistas del social-comunismo gobernante y de la derecha extrema, no nos es lícito olvidar lo esencial: desde hace décadas nadie ha luchado por estructurar un sistema educativo público digno. Éste, que debería ser el baluarte de una enseñanza sin proselitismo ni demagogia, se ha convertido en una suerte de campo de batalla en el que unos y otros (ciertamente con dispar efecto e intensidad) dirimen sus disputas ideológicas. Sólo desde esta perspectiva, cicatera y profundamente antidemocrática, puede explicarse la incapacidad absoluta para establecer leyes mayoritariamente consensuadas que doten a la escuela de estabilidad y eficacia.

Como en todo fracaso -y el que subrayo es inmenso, capital e innegable- la responsabilidad resulta, por supuesto, compartida. Nadie me negará que el activismo de izquierdas, ufano de su presunta superioridad, lleva lustros infiltrándose en las aulas para tratar de implantar sus criterios morales. Los azares de una asignatura como Educación para la Ciudadanía, en cuyo nombre no pocas veces se predica el sectarismo y la colonización cultural, me eximen de ulteriores explicaciones. Por su parte, la derecha, cómoda y cobardemente refugiada en sus centros concertados y privados, jamás quiso ni supo oponerse seriamente a semejante disparate.

Unos y otros, por acción u omisión, han hecho imposible una instrucción pública independiente, basada en nociones tan básicas como la neutralidad y la objetividad. No encuentro peor futuro para un país que este de una sociedad adoctrinada desde la cuna, incapaz de comprender que no hay mayor tesoro para un crío que mantener intacta su actitud crítica, su intangible y personal forma de entender la vida. El maestro, para serlo, debe desechar toda tentación de convertirse en fabricante de almas. Enseñar es fundamentalmente dotar de herramientas, abrirle al alumno múltiples horizontes, prepararlo para que mañana adopte sus propias decisiones. Lo otro, fijar direcciones y ortodoxias únicas, empobrece y esclaviza al discente y descalifica al docente.

Así nos va. No puedo sino sentir vergüenza de una España cainita, orgullosamente dispuesta a aborregar generaciones enteras, a sacrificarlas en el maldito altar de un zafio maniqueísmo. Ése, que es el verdadero problema, ni preocupa, ni encoleriza, ni -de ahí que permanezca irresoluto- políticamente renta.

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