Quousque tamdem

Luis Chacón

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Una vespa y un helado

Un clásico cinematográfico es aquel que pueden ver juntos abuelos, hijos y nietos y gustarles a todos a la par

Roma celebra este verano, y por todo lo alto, los setenta años del rodaje de Vacaciones en Roma, la película que aún nos hace soñar con visitar la Ciudad Eterna para subir a una vespa, pasear por sus calles abarrotadas saboreando un helado, degustar un café en alguna de sus recoletas terrazas y hasta perder la mano, aunque sólo sea por un momento, en la Bocca della Verità. Porque hay películas que son más que un entretenimiento o que una obra de arte, son parte de la propia vida. Al fin y al cabo construimos nuestra memoria sentimental sobre recuerdos cinematográficos, literarios o musicales.

Roma, cuna del Imperio y sede milenaria del Papado, ambas, razones de sobra para visitarla, es también, en el imaginario popular, el escenario de las aventuras de la princesa Anna y el periodista Joe Bradley, acompañado, siempre, de su inseparable amigo el fotógrafo Irving Radovich. Vacaciones en Roma es más que una película, es una declaración de amor a Roma. La ciudad no es un mero decorado sino uno de sus protagonistas. Poco se valora a veces la importancia del cine como difusor de las bondades y bellezas de una ciudad. Y no es Roma lugar desconocido. Pero siempre nos emocionará más pasear por el Salzburgo de la familia von Trapp, la Viena de El Tercer Hombre o Sissí, el Londres de Notting Hill, el París de Amélie o el Nueva York que siempre nos regala Woody Allen, antes que ir a uno de esos tours tipo Praga-Viena-Budapest en cinco días con media pensión y excursión a no sé dónde.

Roma, la vespa y los romanos, deliciosamente encantadores, ruidosos y felices, son tan protagonistas como la candorosa sonrisa de Audrey Hepburn y la elegancia y sensibilidad de Gregory Peck. Pero lo que podría haber sido una comedieta romántica más para proyectar en viejos cines de verano se convierte en arte gracias al excepcional guion de Ian McLellan Hunter, cuya idea original y una parte muy importante del mismo se deben al gran Dalton Trumbo, uno de los represaliados por el macartismo. Algo que no importó a Wyler. Es triste pensar cuanto talento amputan los enemigos de la libertad de expresión y cuanto arte nos han robado sus amigos los censores. Unan a ello el magistral pulso narrativo de William Wyler y su dominio de la cámara y comprenderán porque aún disfrutamos viéndola. No olviden que un clásico cinematográfico es aquel que pueden ver juntos abuelos, hijos y nietos y gustarles a todos a la par.

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