No demonizo la religión por capricho. Si me alejo es por el lujo bajo el que se predican fariseos mensajes de humanidad y solidaridad y por erigir dioses que suplen al ser humano. No creo en dioses que gobiernan y castigan desde su tiranía omnipotente; prefiero musas que imanten lo mejor de nuestra humanidad. Placas de oro que ornan El Vaticano, armas que en nombre de Alá se ponen en manos de críos, promesas de vida eterna o reencarnación que nos graban a fuego desde pequeños, camufladas en esa invisible cordillera que une educación y adoctrinamiento. Conste que, pese a ser un empirista empedernido, adoro la fantasía y la ciencia ficción. Pero no me adscribiré a corrientes donde un dios cercene lo humano e implique el sacrificio de la única vida que la biología garantiza.

Entiendo la proliferación de religiones como la necesidad de fe y que a veces sea fácil fantasear con un dios que la tiene por ti por nuestra incapacidad para algunas compresiones, especialmente en lo relativo a la muerte. Eso sí, para eso ya están los terapeutas, de carne y hueso. Más que en religión, los políticos deberían invertir en sufragar la psicología, más ahora que al fin se valoriza la salud mental. Sobre todo en las canciones; falta hace ante el bombardeo continuo de mensajes vacuos y lesionadores que reinan en discotecas y playlists de chavales.

Puesto a crear una religión propia, ese topping de fe más allá de las propias conexiones sinápticas, idearía un concepto de cielo e infierno distintos. No sería un cielo donde hallar lo que faltó en la vida terrenal, sino un lugar que nos recordara todo ese compendio de logros y buenas acciones acaecidas en nuestras vidas. Y no sería un lugar, un escenario de nubes, ángeles y ambiente feng shui, sino un libro. Porque todo lo que se queda recogido por escrito perdura más (al menos es más eterno que cualquier vida). Y cuando viéramos el volumen tan extenso de buenas palabras y obras que hemos compilado, nuestro autoconcepto cambiaría sensiblemente. Y quizá eso sí nos haría conectar mejor con nuestra parte de bonhomía.

El infierno, por supuesto, sería otro libro. Nada de latigazos, fuego y fustigación. Sería como esas historias donde el protagonista toma una decisión, se desarrolla toda la trama, y luego toma la contraria y también podemos ver hacia dónde le lleva. Así que nuestro libro infernal nos permitiría ver el reverso de otras decisiones. Pero no para saciar la curiosidad de qué habría sido de nosotros entonces, sino para saber otros bienes que podríamos haber generado a otras personas. Pero que el epílogo del libro nos recordara que una vida da para lo que da, que no podemos obligarnos a ser perfectos, y que nos remitiera de nuevo al libro celestial, y nos quedara como moraleja que hay que darle más sitio a todo lo bueno que hacemos que a lo que no pudimos lograr.

Y una vez leídos ambos libros (otro valor añadido de mi religión: fomentaría la lectura), nos convirtiéramos en el siguiente paso de crisálida: ser una musa. Y así, sabiendo lo bueno que hicimos y lo que podríamos haber añadido, inspirar a las nuevas vidas que nos traiga el coraje de una madre empujando en el esfuerzo más bonito de su piel junto a los profesionales que hacen más llevadero el momento más divino del ser humano: dar vida.

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