Fernando Castillo

Castilla shakesperiana

La tribuna

Castilla shakesperiana
Castilla shakesperiana

05 de noviembre 2023 - 00:45

La lectura de las tragedias shakesperianas dedicadas a los acontecimientos que tuvieron lugar en Inglaterra durante el otoño medieval, en las que los Eduardos, Enriques y Ricardos, como el tercero y muy tremendo Gloucester, tienen categoría de personajes eternos, recuerdan inevitablemente a lo sucedido en Castilla a lo largo del siglo XV, convulso y complejo, un periodo que fue en realidad un torneo interminable, una justa política que se extendió durante prácticamente toda la centuria. Si la lucha y las intrigas por el trono entre las casas de Lancaster y York, las dos rosas de Inglaterra, y sobre todo quienes las protagonizan, inspiraron a William Shakespeare, también Lope de Vega, muy inclinado al drama histórico, tuvo a su alcance un repertorio de acontecimientos y de personalidades semejantes en la Castilla bajomedieval.

Durante los reinados de Juan ll y de su hijo Enrique IV, que dominan el Cuatrocientos, tuvo lugar una constante lucha por la orientación política del reino bien en un sentido pactista, en el que el rey sería uno más entre los grandes, o con una orientación autoritaria, fortaleciendo el poder real y el desarrollo de la incipiente organización estatal. Una lucha política que también se dirimió por medio de las armas en una serie de guerras cortas, reguladas y limitadas, a veces teatrales –como muestran las anónimas Coplas de la panadera, una anticrónica satírica dedicada a la primera batalla de Olmedo–, pero guerras al fin, como comprobaron en propia carne el infante don Enrique o el propio marqués de Santillana.

Un conflicto por el poder, protagonizado por personajes de perfiles shakesperianos y de intensas características literarias como Álvaro de Luna, el marqués de Villena, Enrique IV, Beltrán de la Cueva, el almirante Enríquez, el marqués de Santillana, el obispo Alfonso Carrillo, Juan II, la princesa Isabel o su hermano el príncipe Alfonso. Pero, por encima de todos, los Infantes de Aragón, esa saga familiar que no ha tenido la suerte literaria ni cinematográfica –¿qué hubieran hecho con ellos Laurence Olivier o Kenneth Branagh?– que sus equivalentes ingleses de la época. Hijos del rey de Aragón que era también infante de Castilla, Fernando de la Cerda, primos y cuñados del rey castellano Juan II, y dos de ellos, Alfonso y Juan, también reyes de Navarra, Aragón y Nápoles, en realidad actuaron como lo que eran desde sus orígenes: unos grandes de Castilla. Cualquiera de los infantes, hubiera podido protagonizar alguno de los dramas históricos de William Shakespeare, desde el más impetuoso Enrique a los más discretos Sancho y Pedro, sin olvidar a las dos reinas María de Castilla y Leonor de Portugal, pasando por esos dos personajes que bien pudieron ser modelo de príncipe para Maquiavelo, como Alfonso y Juan, padre del futuro Fernando el Católico.

Las palabras de Ricardo III o, si se prefiere, Gloucester, en su obra correspondiente –“¡En marcha, en marcha, puesto que estamos en armas!, si no para combatir a los enemigos extranjeros, al menos para reprimir las rebeliones”– las podría haber puesto Lope de Vega boca de cualquier personaje de un drama dedicado a la inacabable guerra civil castellana. Al contrario del dramaturgo inglés, que crea una obra notable a partir del conflicto de las Dos Rosas, nadie en la España del Siglo de Oro, ni siquiera Lope de Vega, creador del drama histórico, se interesa con semejante intensidad por esa aventura tan literaria como que es el conflicto castellano del siglo XV, una centuria en la que confluyen modernidad renacentista y tradición medieval. Y eso que fueron varias las obras que Lope situó en los últimos siglos medievales, en las que destaca la figura trágica y bien considerada, de Pedro I, que tanto le atrajo y que ciertamente tiene rasgos shakesperianos. También se acercó al reinado de Enrique III, en el que se desarrolla Peribáñez, y después al de los Reyes Católicos, donde se desarrolla Fuenteovejuna. Entre ambos, es decir el largo Cuatrocientos, nada, ni un solo drama. Quizás la ausencia de las luchas dinásticas y nobiliarias en la obra de Lope obedeciera a la inconveniencia que suponía revelar el desprestigio y debilidad a la que había llegado el poder real en la época de últimos Trastámara castellanos y a recordar la importancia de la nobleza, siempre levantisca, como comprobaría poco después Felipe IV. Y es que, como en su día mostró el inolvidable José Antonio Maravall, el teatro español del Siglo de Oro fue un instrumento de fortalecimiento tanto de la figura regia, que acabó convirtiendo a Felipe IV en Rey Planeta, como del Catolicismo, cuya defensa era el centro de la política hispana. La historia, como señala la tradición, estaba para proporcionar modelos a imitar. En Inglaterra, aunque la figura del rey del momento era tan indiscutida como el poder de la nobleza, las cosas eran de otra manera, tanto que permitían convertir a sus antepasados en personajes de un drama.

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