Tribuna

josé antonio gonzález alcantud

Catedrático de Antropología

Cremación

Ahora que veo elevarse las piras indias del Covid-19 no puedo por menos que plantearme que la India nos enfrenta a la realidad de la finitud en estado de beatitud

Cremación Cremación

Cremación / rosell

Benarés es una ciudad sublunar. Para llegar al Ganges, río sagrado hindú, hay que abrirse camino por una larga calle abarrotada de coches, carromatos y vacas. El aire está inflamado de gasolina y olor a boñigas. Cuando se llega a las terrazas escalonadas del río, que caen sobre el agua sagrada -los indios, que no la consideran contaminada, estallan cuando se les pregunta por este asunto, que adjudican a un estereotipo bien arraigado entre los pulcros occidentales-, el viajero sufre una alucinación: contrastando con la ribera súper poblada de Benarés el otro lado del curso fluvial está salvaje, pleno de vegetación. El contraste es tal que se ven obligados a explicarte que el efecto por buscado tiene que ver con la filosofía del lugar. El sol emerge entre la bruma al amanecer. Los fieles del hinduismo se acercan a la orilla, se bañan u oran ensimismados. Las piras crematorias arden. Quien ha podido pagarse un buen montón de madera -la madera es cara- podrá arder hasta el infinito, quien no quedará a medio incinerar. De vez en cuando afloran cuerpos consumidos parcialmente entre montones de cenizas, mientras que los más parias buscan dientes de oro, anillos y otras pertenencias entre los despojos. Santones de piel aceitunada y aspecto terrorífico se embadurnan con las cenizas. Al anochecer siempre en su orilla los cantos de la ceremonia Aarti, que recuerda la inmortalidad fallida, se elevan entre nubes de mosquitos.

En la película del director indio Satyajit Ray, Aparajito (1957), segund de la Trilogía de Apu, el padre del entrañable protagonista, sacerdote hindú, encuentra en estas terrazas del Ganges un modo de existencia. Su bondad y sencillez frente al fracaso nos cautivan. Cuentan que los edificios que dan al Ganges son alquilados por aquellas personas que van a morir y que allí hallan esa paz inocente. Sea como fuere, los dioses del panteón hindú están presentes en los estrechos callejones. Desde Ganesch, dios elefante, al dios mono, Hánuman, tienen sus capillas, donde los devotos les ofrendan, muy circunspectos. Irreal.

Ciertamente soy incapaz de penetrar en la civilización india, tan compleja que se asemeja al laberinto de nuestro mundo entero. Por eso ahora que veo elevarse las piras indias del covid-19 no puedo por menos que plantearme que la India nos enfrenta a la realidad de la finitud en estado de beatitud.

Dos occidentales, en mi opinión, penetraron en esos arcanos indios que yo puedo comprender: uno, el rumano Mircea Eliade, que se zambulló en el hinduismo en los años treinta, siguiendo los pasos de su maestro italiano Vittorio Macchioro, indagador de los misterios órficos, para resurgir como historiador de las religiones, tras haber pasado previamente por la prueba vulgar del fascismo. El trance místico fue su leitmotiv. Otro, Octavio Paz, el brillante escritor mejicano, que, desde su condición de intelectual extramuros, se acercó a otra periferia, en apariencia alejada conceptualmente de la mexicanidad. Llegó a vislumbrar a su vista el poder de lo gramático, de los poderes que nos hablan como autómatas.

La prensa durante la primera fase de la pandemia nos informó del crecimiento desmesurado de la población de monos en la India, dado que la gente confinada no podía contenerlos, y cómo algunos de ellos, que se habían convertido en simios alcohólicos, ahora tenían síndrome de abstinencia, habiéndose vuelvo muy agresivos. Efectivamente, contemplados de cerca, los simpáticos monos del Libro de la selva de Kipling son tremendamente violentos.

Todo esto me lleva a la antítesis humana de estos agresivos monos: la figura de Mahatma Gandhi. Predicador de la no-violencia, o la resistencia pasiva, como método, fue asesinado por un fanático. El lugar donde fue cremado en Nueva Delhi es lugar de peregrinación, pero quizás más por lo que tiene de patriota que de pacifista. En su tiempo estuvo en relación con los pocos pacifistas metodológicos que en Europa había, en particular con el ruso Lev Tolstoi y con el francés Romain Rolland. A ellos nadie los oyó en su momento, cuando Europa se lanzaba contra sí misma. Quizás a Gandhi tampoco ahora.

Precisamente, cuando comenzamos a salir de la pandemia el fanatismo parece querer anhelar un baño de sangre -Palestina, Sahara, etc.-, arrebatándole la guadaña a la naturaleza para terminar su trabajo. Las piras que se han levantado en las calles indias debieran llamarnos la atención sobre este desorden sin parangón, y acometer la necesidad imperativa de reformas políticas y personales radicales que cual antídoto frenen al principal virus civilizatorio vivo: el odio.

Cuando le tengan ganas al vecino, acuérdense por favor del Ganges, y se darán cuenta del absurdo en el que periódicamente nos metemos de hoz y coz.

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