Tribuna

Francisco núñez roldán

Historiador

Nacer y morir: el sentido de la vida

Durante la II Guerra, la sociedad europea experimentó el Mal y la inhumanidad que lo encarna en toda su crueldad: el Holocausto, el odio ideológico, el dolor físico y moral, la culpa...

Nacer y morir: el sentido de la vida Nacer y morir: el sentido de la vida

Nacer y morir: el sentido de la vida / rosell

Fue J. A. Ollero quien descubrió en los primeros procesos inquisitoriales del siglo XV la presencia entre los ricos judeoconversos hispalenses de una minoría que se distinguía por seguir una corriente filosófica muy próxima a la que defendían los saduceos: sin negar a Dios, la vida del hombre sobre la tierra se iniciaba y concluía en ella misma, de modo que el alma no era inmortal y de ninguna manera existía una resurrección. Solo había "nacer y morir" según testificaron los procesados en el interrogatorio de los inquisidores. Esta idea que dejaba reducida la relación del hombre con Dios a una mínima expresión, formaba parte de la doctrina que siglos después reformulara Averroes: un escepticismo y un materialismo que ha llegado a nuestros días, desplazando todo sentido trascendente y sobrenatural de la vida humana.

A pesar de conocer el trágico fin que les aguardaba; a pesar de su escasa firmeza tanto en la fe que dejaron atrás como en la nueva a la que se vieron forzados, insistieron en que todo se reducía a nacer y morir. De alguna manera respondían a la primitiva pregunta del hombre acerca del sentido de la vida, cuando se presiente y se enfatiza que más allá de ésta solo está la Nada ¿Quién, ignorante o sabio, no se lo ha preguntado alguna vez? Sin embargo, aquella respuesta es insatisfactoria. Algo se nos escapa y nos impide resolver el enigma. Y tal vez nunca lo descifraremos.

Al extenderse por el occidente cristiano, aquella idea parecía en sí misma trivial e inocua. Sin embargo, desveló toda su fuerza y su influencia a raíz de la silenciosa y lenta muerte de las religiones desde la Ilustración, cuando el hombre se rebeló, aspiró y tomó conciencia de su autonomía para sustituir y destronar a un Dios en cuyo nombre tanta sangre había sido derramada; o a quien interpelaban sin respuesta ante las catástrofes o los desastres naturales. Un Dios que callaba ante la angustia del hombre.

Y lo siguió haciendo. Durante la II Guerra, la sociedad europea experimentó el Mal y la inhumanidad que lo encarna en toda su crueldad: el Holocausto como la transformación planificada del hombre en no-hombre, en expresión de Primo Levi; el odio ideológico, el dolor físico y moral, la culpa y la indiferencia, la aniquilación de la inocencia y la banalidad del mal. Tras ellas vendrían la duda y el vacío existencial ante lo inexplicable, la crisis de las iglesias y de la fe, un nuevo paganismo como adelantó Ratzinger a los pocos meses de ordenarse sacerdote. La vida es absurda clamaba, por su parte, Camus en El mito de Sísifo antes de que la guerra concluyera. Solo había nacer y morir. La idea renacía y los hombres apostaron toda su fe a ella y al materialismo que la acompañaba.

Llegados a este punto es inevitable volver la mirada al Libro de Job. Porque si los judeoconversos del siglo XV y los europeos y judíos del XX presintieron que Dios les había abandonado a su suerte, sin hacer distinción entre justos y malvados, era preciso hallar la respuesta en la experiencia individual de Job para descubrir el propósito inexplicable de sus designios. Conocida es de sobra la historia: Satán reta a Dios proponiéndole que ponga a prueba la fidelidad y la fe de Job, un hombre recto, cabal y justo, el más grande de todos los hijos de Oriente. Dios acepta el envite y deja a Job en sus manos. Desatado el mal, su furia y su odio arrasará con sus hijos y sus bienes. Al saber lo sucedido e ignorando que él sea objeto de aquella apuesta, se somete humilde al misterio de la voluntad divina, porque toda su prosperidad se debe a ella y no a sus propios méritos: "Yahveh dio, Yahveh quitó, sea bendito el nombre de Yahveh".

Pero el relato gira bruscamente: sin negar a Dios, maldice el día que nació, siente asco de su cuerpo leproso, siente el hastío de la vida sin sentido, ansía la muerte que no llega y pide ser escuchado por un Dios que calla a pesar de su amarga súplica: " Déjame ya. Solo un soplo son mis días, ¿qué es el hombre para que tanto de él te ocupes?" (7,16-17) ¿Qué he hecho, por qué yo?, se pregunta Job ¿Acaso eres mi enemigo? Dios, al fin, se revela ante Job y éste antes de ser premiado reconoce su misericordia: "Yo te conocía solo de oídas. Ahora te han visto mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento" (42,5). Dos lecciones nos deja el Libro: solo podemos conocer a Dios mediante el dolor y el combate espiritual. El hombre debe perseverar en la fe incluso cuando su espíritu no encuentra consuelo. Solo así tiene sentido la vida.

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