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Javier González-Cotta
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Hablaba aquí hace un mes de Octavio Paz. También recuerdo un episodio chocante, cómico, revivido después en libros de dos amigos, Andrés Trapiello y Juan Lamillar, con una distancia de treinta años. En un tomo de sus diarios cuenta el primero aquellos días sevillanos a los que él asistió también como participante. Sin duda eran distintos, pero a mí entonces me parecieron casi idénticos Trapiello, Rafael Argullol y Jaume Vallcorba, participantes en sendos actos. Trapiello coincidió con Vicente Núñez en una mesa sobre Cernuda y la poesía contemporánea.
Refiriéndose a la intervención de Núñez, que se escribió con Cernuda a raíz del número de homenaje que la revista cordobesa Cántico ofreció al sevillano, Trapiello cuenta cómo el autor de Ocaso en Poley dejó a todos atónitos al dirigirse a Paz en términos sorprendentes y que, de no proceder de él, tan histriónico, podrían rozar el insulto, la afrenta, el desaire. Yo esto lo recordaba perfectamente, pero cuando he querido encontrar en los diarios esas páginas he sido incapaz. Busqué primero, naturalmente, en el tomo correspondiente a aquel 1988 en que se celebró el congreso sobre Cernuda, pero no. Ahí no está. Mi pozo en un gozo. Luego he buscado en el resto de volúmenes, pero tampoco. No he tenido suerte después de dedicar dos tardes a recorrer, leyendo en diagonal, esos diarios en número superior a la veintena. Ya cuando parecía tarea imposible, y maldiciendo el tiempo perdido por mi cabezonería, escribí a Juan Marqués, escritor y crítico muy cercano a Trapiello, a quien leí una vez que había acariciado la idea de compilar unos índices de los diarios, aunque al final lo dejó, entre otras cosas porque no tiene mucho sentido desvelar quiénes se esconden tras las iniciales de las más de 15.000 páginas de marras. Consultó a otro. Un par de horas después tenía la respuesta: la anécdota se encuentra en la página 464 (y siguientes) de Las cosas más extrañas. Como es natural, se trata de uno de los tomos que ya había pesquisado, pero se conoce que no se puede ir tan deprisa: las cosas requieren su atención y su tiempo, y los ojos de uno no son un escáner infalible.
También lo narra Lamillar en Vicente Núñez: el desorden del canto, quien agrega que tras llegar con el tiempo justo a su intervención, el poeta de Aguilar de la Frontera pidió una copa de fino, que algún solícito organizador tuvo que traer de un bar próximo. Continúa: “Siguió disertando hasta que afirmó, repitiéndolo, que hay un gran poeta en esta sala. Silencio del ponente y expectación del público: Pero no eres tú, Octavio, no eres tú, es Pablo García Baena. Tú eres muy bueno, Octavio, pero Pablo es mejor”.
A Lamillar le pregunté por el pasaje de Trapiello, que suponía que había leído recientemente antes de escribir él el suyo, pero resultó que no, que al no encontrarlo donde pensó que debía estar, lo dio por imposible, dado que en esos diarios a veces los episodios se recuerdan no cuando sucedieron sino, por alguna conexión, años más tarde.
Trapiello adornó más su texto con una comicidad que hace de ese pasaje uno de los más desopilantes de sus diarios (y no faltan estos). Yo, que estaba allí cuando aquello sucedió, como dije, no pude ver las caras de Paz y de quienes se sentaban en primera fila (entre ellos, la esposa del presidente del Gobierno), pero doy fe de que la intervención barroca, teatral, efectista de Núñez (cuya pronunciación Trapiello exagera, pero poco) causó la más extraña mezcla de hilaridad y de asombro.
Con Paz (muy leído siempre por mí, tanto los ensayos como su poesía, y a menudo en publicaciones del pasado siglo que iban incorporando sus colaboraciones en tiempo real, como se dice) he convivido luego de formas muy diversas. En primer lugar, durante la escritura de Los huesos olvidados, donde recreo y amplifico hechos que él mismo contó en una extensa nota a su poesía reunida. Tres años después, cuando viajé a la India no quise dejarme atrás los templos de Galta que él convierte en escenario de El mono gramático. Me recuerdo igualmente leyendo su libro sobre Sor Juana Inés en una vieja celda del convento de San Jerónimo, el de la monja poeta, donde pernocté un par de noches, amenazado por novicias fantasmas, en un periplo mexicano.
Tras diversas búsquedas logré comprar la edición de sus agotadas Obras completas. No sé si aprobando lo que escribo ahora, o ceñudas, vigilan mi nuca, arriba en su anaquel. Por si acaso, las tengo apartadas de la poesía de Vicente Núñez. Y la de García Baena.
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