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Entre las palabras mal traducidas del inglés que trufan la indigesta prosa del día está la de "narrativa". Mejor decir "relato", en el sentido de "versión de los acontecimientos". Cada cual, sea el portavoz de un partido, representante de una tendencia social o simplemente alguien interesado en llevar el agua a su molino, cuenta las cosas según su interés. No necesariamente es mentira; a menudo se trata de la coartada moral, la píldora que permite conciliar el sueño de modo que los hechos no contradigan las creencias.
La historia de la humanidad es un asunto complejo, porque lo incluye todo. Por eso siempre está rehaciéndose en un doble sentido: añadiendo nuevos episodios, como línea que no se deja de recorrer; y profundizando en lo ya conocido, con nuevos datos o matices. De ahí que se sigan publicando libros de historia, en parte con la idea de que, mediante la alcuza que ilumina épocas pasadas, seremos capaces de interpretar más cabalmente la nuestra y dilucidar qué pueda reportar el futuro. Fuera de la historia como disciplina humanística, la literatura ha acertado a poner nombre a esta paradoja temporal: Elena Garro tituló una novela Los recuerdos del porvenir. Siri Hustvedt, décadas después, firmó otra que se titula Recuerdos del futuro. Sobre el tiempo contenido en otro, en fin, trata el libro de madurez de T. S. Eliot, Cuatro cuartetos.
Es célebre el yerro monumental de Marx, pifia abrazada por sus supuestos enemigos capitalistas. Tanto para él como para estos, "la economía es el motor de la historia", una burda simpleza que la historia, incomodada por esa atribución maquinista, no ha hecho más que refutar, aunque en los dos últimos siglos (de Marx acá) algo tiene de verdadero el aserto porque, privado de una visión espiritual, el hombre se va sumiendo cada vez más en el materialismo.
Se escribe "hombre" y con razón (de hoy) se podrá decir que se ha mutilado de la afirmación a la mitad de la humanidad: la mujer. Lo cual indica que no es solo la economía la que manda, también lo hacen las sensibilidades, las percepciones y todo lo que en tiempos recientes se va viendo como el surgimiento de una ideología que atribuye a lo sexual mucha más importancia de la que Marx, quien muy burguesamente se beneficiaba a su sirvienta, estaba dispuesto a reconocer. El sexo tiene una poderosa importancia; si no, que se lo digan a ese primo lejano del londinense: el vienés Freud. Pero no solo el sexo. Igualmente la religión ("el opio del pueblo", que ahora prefiere drogas sintéticas) y las creencias sobre el mundo sobrenatural y el de ultratumba.
Nadie puede saber a ciencia cierta qué sucede tras la muerte. Nadie, tampoco, podrá negar que las ideas al respecto han tenido y tienen una gran importancia (hoy aminorada en unos países, no en otros). Lo que se anhela, lo que se adentra por los vagos caminos de la fantasía, no tiene menos realidad que la explotación de una mina o el cultivo de los campos, repetía una y otra vez, con amenas variantes, el gran soñador que fue Álvaro Cunqueiro. Stonehenge, las catedrales, la guerra contra el infiel no son fenómenos que dócilmente se atengan a la teoría de la historia de Marx. Sean de su cuerda o no, los historiadores lo saben y tratan de avizorar lo sucedido, augurar lo que fue, pronosticar el pasado. En esto no se diferencian de los magos ni de esa capacidad de vaticinio que en muchas sociedades se atribuía a los poetas.
Un muy grueso libro es la última sensación historiográfica: El mundo. Una historia de familias, de Simon Sebag Montefiore. Pasma su capacidad para integrar en un solo volumen un relato de lo que nos ha traído hasta aquí. Es una obra que, como una multiplicada Tenochtitlan, se asienta sobre numerosas lagunas. Por ejemplo, apenas se presta atención al dinero (cosa llamativa siendo Montefiore descendiente de una estirpe de banqueros relacionada con los Rothschild). Tampoco se pone el acento en lo religioso o en la vida y muerte de las creencias. Como su título indica, se fija en las dinastías que han ido dando forma a la historia. Son relaciones de poder, de artimañas y traiciones para aferrarse a este u obtenerlo. De nuestra propia familia, la española, es poco lo que se cuenta, por más que un historiador de origen andalusí sea su modelo confeso: Ibn Jaldún. Y a pesar de eso, su tesis y desarrollo son brillantes; podríamos decir que no se fija tanto en la sangre derramada como en la sangre (el cúmulo de linajes) que la derramó. Los individuos mueren. Quedan las familias.
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