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Desde el inicio del confinamiento hemos escuchado y leído hasta en la sopa el concepto "resiliencia" y la necesidad de ser "resilientes". Tras este tsunami de psicología popular "donde los reyes más Goldwyn Meyers de la baraja chulean a Mortadelo con crecepelo de las rebajas", Sabina dixit, pretendo aclarar los factores que la condicionan desde su abordaje científico.
Según la RAE, resiliencia es "la capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos". Investigadoras como Reivich añaden un componente más a su definición que supone "crecer", en el sentido de adquirir recursos y capacidades tras superar obstáculos.
Las investigaciones sobre resiliencia provienen de dos terrenos de la psicología bien distintos. En el ámbito de la psicología positiva, o rama que estudia cómo potenciar las capacidades de las personas sin cuadros psicopatológicos, Reivich identifica siete factores que condicionan nuestra resiliencia. Primero, nuestra reacción biológica al estrés. Según el mapa del genoma humano el carácter es 60% genética, así que si heredas un carácter que reacciona con mayor ansiedad ante obstáculos y tu entorno favorece su desarrollo, lo tienes más crudo. Segundo, el autoconocimiento. Una persona que se conoce mejor es capaz de gestionar mejor sus emociones, prevenir sus reacciones impulsivas o excesivamente ansiosas. Tercero, el pensamiento lateral, creatividad o la capacidad de generar mayor número de soluciones a problemas. Cuarto, el optimismo. No solo como una actitud ante la vida, sino el aprendizaje de un estilo explicativo optimista en la infancia, lo que traducido resulta, que la persona se atribuye sus méritos razonablemente y se explica a sí misma los fracasos sin ser muy culposa y/o catastrofista. Quinto un estilo de apego "seguro"; esto es, una infancia con tutores o progenitores que crían personas con autoconfianza y seguridad en sí mismas. El cuidado, la satisfacción de necesidades de seguridad, afectivas, de pertenencia y autoestima forjan ese estilo de apego que nos hace ser más resilientes. Sexto, la espiritualidad, tener un propósito en la vida, que nuestra vida tenga sentido. Cuanto más trascienda de nosotros ese propósito, ese sentido, más resilientes seremos. Al luchar por nuestra familia, causas sociales, políticas, religiosas, medioambientales, etcétera, mayor es nuestra capacidad de entrega y sacrificio. Séptimo y último, los espacios de refugio y afecto. Nuestra familia, círculo de amistades, red de contactos o capital social, son recursos a los que aferrarnos en momentos de dificultad.
Por lo tanto, la resiliencia no responde al denostado "si quieres puedes", "si eres pobre es porque quieres" o "solo te hace daño lo que tu permites que te hiera". Calvos vendedores de crecepelo, apóstoles de un estoicismo remozado y hueco que conciben superar el cáncer como una lucha individual, descargando una responsabilidad culposa sobre las personas enfermas. ¿Acaso iría alguno de estos a formar en resiliencia a los ucranianos?
La resiliencia depende de una amplia variedad de factores ambientales, biológicos y psicológicos, como hemos señalado. En el ámbito clínico, Cyrulnik, y en el positivo, Reivich, coinciden en que la infancia y nuestra red social son vitales. El estilo de apego seguro, forjado en la infancia, dota de fortalezas y recursos de gestión emocional para la resiliencia. El tratamiento posterior del trauma, su interpretación para nosotros y nuestra sociedad son fundamentales para su superación.
Partimos de que es posible cambiar, identificar habilidades, aprovechar fortalezas, crecer y retarse si así se desea. Las circunstancias de nuestra vida no pueden servirnos continuamente como asidero para justificar nuestras derrotas. No obstante, la resiliencia no es una cuestión que atañe únicamente a la voluntad de cada cual. Reducir la complejidad del ser humano exclusivamente a su voluntad supone despreciar una de nuestras máximas filosóficas orteguianas, "Yo soy yo y mi circunstancia", y quien se arriesgue, siempre será un calvo vendiendo crecepelo.
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