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El recuerdo de cómo se ha vivido la Navidad, cuando llegamos a una edad avanzada, constituye el mejor medio de conocer el profundo cambio de la mentalidad de los españoles en el último medio siglo. Por muy alejado que se esté de la religión, todos o casi todos saben más o menos la razón de ser de esta fiesta, vinculada al nacimiento de un niño llamado Jesús, considerado por los cristianos como el salvador de toda la Humanidad. De ahí la alegría y la celebración que siempre la han acompañado.
Cuando éramos críos, los elementos externos que la caracterizaban se podían resumir en las figuritas del Nacimiento, de presencia casi obligada en las calles y casas, los dulces propios de ese tiempo, la misa del gallo, las comidas familiares y los regalos de la noche de Reyes, precedida por la cabalgata.
El desarrollo económico de los años sesenta del pasado siglo y la consecuente democratización del consumo gracias a la mejora del nivel de vida, unidos a la entrada de productos de los países anglosajones con marchamo navideño, comenzaron a cambiar las costumbres de nuestra gente. Penetrábamos en la era del consumismo desaforado. La cultura de la posmodernidad pondría después la guinda. Acompañando el proceso, fue necesario que un nuevo personaje entrara en nuestras vidas: el gordinflón de Papa Noel.
Aunque no lograse desplazar del todo a nuestros Magos de Oriente, si que consiguió en cambio abrirse paso con sus regalos en la fecha clave de la Navidad: el 24-25 de diciembre. Y así el Niño Dios fue suplantado por el anciano bonachón vestido de rojo, con el trineo y su saco a cuestas, llegado del septentrión europeo como nuevo repoblador de plazas, tiendas, casas y ventanas. Los españoles nos entregamos con fruición a todo lo nuevo que llega; así somos de abiertos.
El comercio y los grandes almacenes añadían asimismo un motivo más para las compras; ya no sería un día sino dos: la Nochebuena-Noel y el 5-6 de enero. Unidos más tardíamente al Halloween y al del Friday Night, compondrían un friso completo del consumismo y el arrinconamiento de las tradiciones, sustituidas ahora por otras provenientes del mundo anglosajón, a través de las tiendas y los cada vez más poderosos medios de comunicación de masas. Todo sin que los países pertenecientes a dicho mundo llegasen a manifestar la misma generosidad que nosotros hacia nuestros modestos Reyes Magos. Pero, ¿a cuántos les importa eso? No podrán decir que somos intolerantes.
Todo este festival a gogó exigía el paralelo vaciamiento del sentido de nuestras celebraciones por olvido premeditado o por incomparecencia. El todopoderoso Belén, recuerdo del nacimiento de Jesús, quedaría fulminado o compartiría simplemente un rincón del hogar o del escaparate junto al soberbio y deslumbrante árbol. Otra cosa distinta era el espíritu con que se colocaba.
Pero una Navidad sin luces es como una Navidad sin turrón. Una loca carrera subyugó a nuestros políticos en busca de luminarias cada vez más sofisticadas y deslumbradoras, no tanto por celebrar mejor el Misterio, cuanto por aumentar los ingresos municipales. Los signos navideños tradicionales (el portal, las hojas de acebo, los Reyes, etc.) fueron cediendo su lugar a las abstracciones de luz (bolas, palabras crípticas, figuras geométricas, laberintos, etc.), que, a semejanza de la pintura vanguardista, nadie sabría interpretar. Al tiempo, una enorme y variada oferta de regalos sustituyó la mucho más limitada de antaño, e incorporó a los adultos a la recepción de los mismos. La apoteosis de las compras.
Nos queda, eso sí, un cúmulo de palabras huecas (mágico, feliz, felicidad, paz, amor, salud, solidaridad), que repetidas incesantemente terminan por perder su significado. Los christmas sustituirán a las felicitaciones, lo de felices fiestas a feliz Navidad (no se vaya a sentir alguien ofendido). Y la Administración mientras tratando de vadear y de buscar alternativas, a veces ridículas, para no decir lo que compete en estas ocasiones.
Es preciso recordarlo, el vaciamiento de sentido, la ruptura -otra vez- con nuestras raíces ancestrales interesaba tanto a los laicistas progres como al negocio, que vuelven a coincidir en unos mismos intereses. Quedarse en las bombillas de colorines, las bolitas, las cornucopias de la abundancia y el viejo hombre de rojo no es otra cosa sino renunciar, no solo a nuestra identidad cultural cristiana, se sea o no creyente, sino, por supuesto, a cualquier atisbo de trascendencia o de vínculo con lo sobrenatural. El sentido, amigos, es que no hay sentido. Son muchos los que se aprovechan de ello. ¡Que viva la fiesta sin nada que celebrar! Los destellos de luz y la diversión se bastan a sí mismos. Somos el hombre y la mujer del futuro.
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