La tribuna

El Cervantes de los difuntos

El Cervantes de los difuntos
Rosell

Aunque sea el Ministerio de Cultura el encargado de organizar y conceder el Premio Cervantes, quizá no sería mala idea que empezara a ayudarse del Ministerio de Sanidad. Quiero decir, es tan evidente que el Cervantes tantas veces lo que premia es la buena salud por encima de la calidad de las obras literarias, que no sería disparatado que en el jurado del premio empezasen a figurar médicos.

Cuenta la leyenda que hace muchos años estuvieron a punto de dárselo a Jaime Gil de Biedma ante la evidencia de que su vida no iba a alargarse mucho, pero en el momento de la última votación alguien sacó un historial clínico que demostraba que quien finalmente ganaría el premio ese año, estaba lo suficientemente pachucho como para competir con la enfermedad de Gil de Biedma y hacer pensar a los miembros del jurado que si no le daban el premio ese año, ya no podrían dárselo nunca. No tenemos pruebas de que los miembros del jurado comparasen historiales clínicos en vez de obras literarias, pero sí la seguridad de que lo primero es bastante más sensato que lo segundo, porque decidir quién está más enfermo para unos facultativos es cosa que tienen que hacer cada día –triaje– mientras que lo segundo, aunque también lo hagan cada día los críticos literarios que convierten a los escritores y poetas en caballos de carrera, no es cosa de vida o muerte.

Y ya que estamos con la vida y la muerte, recuérdese que todas las necrológicas de poetas y escritores, todas, acaban despidiendo a los difuntos asegurando pomposamente que, a pesar de sus fallecimientos, permanecerán vivos gracias a las obras que nos dejaron. No siempre es verdad, claro, y en la mayoría de las ocasiones los difuntos no solo no permanecen vivos después de su muerte gracias a sus obras, sino que esas obras los mataron antes de que se murieran.

Pero hay casos en los que, en efecto, algunos autores muertos están mucho más vivos que los autores vivos. Es fácil de comprobar. Sus libros se siguen leyendo. Siguen hablando. Dan la razón a los necrólogos que, al despedirlos, dijeron que permanecerían en el presente gracias a sus obras.

Y si eso es así, no se entiende por qué el mero azar de que no estén vivos como ciudadanía les impida aspirar a premios tan importantes como el Cervantes o el Nobel. Este nunca se lo dieron ni a Nabokov ni a Kafka ni a Borges, y los tres mantienen excelente salud con reediciones en todos los idiomas cada año, biografías populosas, meticulosos estudios, mientras que muchos premios Nobel concedidos en lo que va de siglo ya se han vuelto ilegibles.

¿Habría que organizar un Nobel o un Cervantes para autores que, habiendo muerto, sigan de veras vivos –cosa fácilmente comprobable por los ISBN de sus libros y las muchas ediciones que demuestran que se les sigue leyendo? En el ámbito de la literatura española eso significaría que Javier Marías o Roberto Bolaño podrían con todas las de la ley optar a ganar el Cervantes, dado que a pesar de tener el defecto de estar muertos, sus libros siguen leyéndose y acaparando admiraciones.

Claro que si hay alguien vivo –sobre todo este año, que hasta Amenábar le ha hecho una película y un cervantista como José Manuel Lucía Megías le ha dedicado un libro de divulgación que es espléndido (a pesar de alguna coquetería como decir que El Quijote fue trending topic cuando salió)– es el propio Cervantes. Habría que darle el premio Cervantes a Cervantes, porque su obra sigue estando muy viva, y finalmente lo que esos premios deben agradecer son las obras.

(Que conste que nada de lo que queda dicho reprueba el último galardón concedido por el Ministerio de Cultura. Gonzalo Celorio es uno de los prosistas más elegantes y limpios de la literatura en español. Su libro de memorias –en el que se pasean Arreola, Fuentes, Paz, Garro y tantos otros grandes mexicanos– es una delicia.)

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