José Antonio González Alcantud

La crítica de los límites

La tribuna

La crítica de los límites
La crítica de los límites

28 de enero 2024 - 00:15

Las redes sociales han liberado sin freno la crítica. La crítica, señalaba Ortega y Gasset, había tenido su inicio filosófico formalizado a finales del siglo XVIII en Immanuel Kant: Crítica de la Razón Pura, Crítica de la razón práctica, Crítica del juicio, fueron algunos de los títulos de sus libros, que contenían sesudos estudios sobre la criticidad ejercida bajo un orden geométrico-burgués. A este propósito se pregunta Ortega: “¿La sustancia secreta de nuestra época es la crítica? ¿Por tanto, es una negación? ¿Nuestra edad no tiene dogmas positivos?”. Se responde a sí mismo Ortega cuando señala que “el derecho de nuestra época, bajo el nombre de libertad y democracia consiste en un sistema de principios que se propone evitar los abusos, más bien que establecer nuevos usos positivos”. En ese orden democrático la crítica es central.

No teman, no voy a cogitar más de lo debido. Si hablo de esto es porque cada vez más me identifico con los antiguos moralistas. Kant desde luego pagó en los últimos días de su existencia la inmoderada afición al geometrismo moral, donde insertaba el ejercicio crítico. Thomas de Quincey, autor de libros tan excelentes como Confesiones de un opiómano inglés, en su texto Los últimos días de Kant lo retrató, a través de un testigo, E. Wasianski, en la decadencia física propia de la ancianidad terminal, que contrastaba, por la pérdida de la apostura, con su tradicional aspiración al orden.

Ahora, el asunto es otro. Las redes echan fuego cuando pones la palabra Letizia o Bárbara Rey. Venganzas de lo más sórdido que imaginarse pueda: hijos contra padres y madres, cuñados contra cuñadas, dan rienda suelta a la “crítica”, con gran aplauso público. La monarquía con sus ramificaciones fue objeto en la Transición y buena parte de la democracia de una autocensura o tabú, más que de una censura propiamente dicha. De ello han dado cuenta periodistas cualificados de aquellos tiempos. Un silencio bien vigilado, que muy pocos transgredían. Los rumores existían, pero no más.

Siendo un pueblo de excesos, en un período breve se ha transitado de aquellos tabúes a traer a la palestra pública la miseria monárquica, real o imaginada, sin consideración al derecho al honor. Todo, en un pueblo que fue adicto al este en otras épocas históricas, y donde matar por honra era un eximente. En La gitanilla de Cervantes, por ejemplo, un gitano mata a un soldado principal, tras ser abofeteado por este. Cuando se conoce que el criminal no es gitano, sino caballero disfrazado, le llega el perdón, con la consiguiente explicación: el honor mancillado. Como gitano no tenía honor, como caballero, sí. Por lo tanto, queda no sólo liberado de la ejecución, sino, además, será casado con la hija del corregidor, que pasaba asimismo por gitana y tampoco lo era. El código del honor opera para la hidalguía española, la de siempre, con ínfulas de aristocracia.

¿Es posible, que un domador de leones, de origen griego, un rey y una actriz, se hayan concitado para darnos uno de los mayores espectáculos del siglo? Tan fuerte que más que objeto de tertulias televisivas, y redes sociales, debiera encontrar el literato a su medida, su Pérez Galdós, vamos, que lo incorporara como episodio nacional más. ¿Es normal que una locutora devenida reina, según la moda plebeyista de la época, ponga en fuga a un rey viejo? ¿Y que este se vengue gracias al concurso del cuñado? Esto también exige otro episodio nacional galdosiano.

Realmente, nunca podría llegarse a una República en estas circunstancias. Sería un contrasentido. De serlo, tendría que concurrir un movimiento social, una disposición de las élites. Me contaba una querida amiga, ya fallecida, que su abuelo, un gran magnate de la industria española, visitó a Alfonso XIII y le habló seriamente. El resultado fue la fuga del rey al exilio. Quienes ocuparon el poder en su lugar, comenzando por Manuel Azaña, procedían de medios intelectuales, conocían la historia. Ahora no ocurre igual, estamos muy lejos de aquel dispositivo. Tampoco existen aquellos carlistas decimonónicos, como el marqués de Cerralbo, que buscaban otra monarquía, edificada sobre los restos del absolutismo.

He oído decir en este fin de año que no nos debemos ofender entre nosotros, los españoles, ya de esa manera acabaremos con nuestro futuro. Lo han dicho casi todos. Hay, no me cabe duda, voluntad colectiva de evitar la confrontación abierta, a tortazo limpio. Ahora bien, dividido el país entre partidarios de una farándula y de otra, de un torero y otro, en una suerte de escenificación de la zarzuela Pan y toros, de Asenjo Barbieri –que el año que terminó tuvo un gran reestreno en Madrid–, se impone restaurar el orden moral, haciendo ver que la crítica en sí misma, si no está argumentada y fundamentada, es una termita o carcoma –su inquietante rumiar se percibe ya– que acabará por corroer los cimientos de la vida en común. De alguna manera hay que frenar esta caída en energía libre, y eso sólo se puede hacer no entrando al trapo de las verdades, posverdades y suprarrealidades, que nos traen los comentaristas banales de lo ajeno. Y conste que no soy monárquico, por si alguien se llama a engaño, acaso sólo un moralista de verso libre.

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