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Con estupor leemos la noticia de que el Gobierno de Keir Starmer plantea “recetar inyecciones adelgazantes a los desempleados obesos en el Reino Unido”, con el objetivo de reducir los costes que las personas obesas generan a las empresas y al propio NHS (National Health Service). Gran Bretaña es uno de los países de donde han salido los más reconocidos epidemiólogos mundiales. Desde John Snow considerado el padre de la epidemiologia moderna por sus estudios sobre el cólera en el siglo XX o Austin Bradford Hill, quien dio nombre a los llamados “criterios de Bradford Hill” para determinar una relación causal, que junto a Richard Doll fueron los primeros en demostrar la conexión entre el tabaco y el cáncer de pulmón, hasta Richard Peto (padre de una conocida paradoja biológica que lleva su nombre). Estoy seguro de que ninguno de ellos (alguno aún vive) o sus actuales herederos académicos, apoya esta política laborista de acabar con la obesidad, como se suele decir, matando moscas a cañonazos. Son muchas las razones para cuestionar la iniciativa. Unas de orden ético, otras de orden clínico y la mayoría por razones de simple eficacia. Oficialmente la medida se justifica por razones económicas. Se supone que si se consigue que las personas obesas en paro pierdan algún peso se van a incorporar al mercado de trabajo. Cualquier médico con alguna experiencia sabe que la demanda médica en la sociedad actual es insaciable. Lo más probable es que muchas personas obesas dejen de trabajar para poder ser receptoras del tratamiento. Hay tantos ejemplos de cómo este tipo de medidas consiguen los efectos contrarios que parece mentira que políticos avezados las ignoren. Por otro lado es dudoso que a partir de las publicaciones científicas realizadas hasta ahora, el fármaco sea tan efectivo como para conseguir reducir el peso de todas las personas obesas y de manera suficiente como para animar a los desaminados a incorporarse al trabajo. En muchos estudios la reducción media de peso es de alrededor el 15% a los seis meses de tratamiento, lo que para una persona con un IMC de 40 y 120 kg de peso, supondría quedarse con algo más de 100 kilos y un IMC alrededor de 35. Es decir, seguiría siendo obeso y obligado a seguir inyectándose el fármaco de por vida, pues la probabilidad de que si lo deja vuelva a ganar peso, es muy alta. Esto sin tener en cuenta los abandonos, los efectos adversos y ese otro 50% que no consigue reducir el 15%, cuyo coste beneficio o coste utilidad sería dudoso. El impacto de la obesidad en la economía mundial se calcula equivalente al 3% del Producto Interior Bruto (PIB) mundial. Al ser planteado el proyecto laborista desde una perspectiva de mercado, podría darse la paradoja de que algún economista cambiara la pregunta y descubriera que lo realmente rentable es mantener la población actual de obesos e incluso aumentarla. Las personas obesas y el mercado de la nutrición y de la salud suponen hoy una gran oportunidad de negocio: desde el healthism a los gimnasios, desde las dietas milagro a las homeopáticas, desde los fármacos a la cirugía, las clínicas para adelgazar o el turismo de salud y en general todo aquello relacionado con la actual preocupación por un peso corporal saludable. Y los fármacos, muy especialmente, que forman parte de este inmenso negocio. Un beneficio de empresas e iniciativas privadas que han ocupado este nicho de mercado, mientras que los gastos, por lo general, son públicos. Y es aquí, a falta de más espacio, donde nos espera la última sorpresa. El Gobierno laborista ha decidido, antes de generalizar la medida, hacer un ensayo clínico patrocinado con una de las compañías productoras del fármaco para valorar el impacto del tratamiento sobre el mercado laboral, el desempleo y la presión sobre el NHS, estando previsto que hasta 250.000 personas (¡pacientes!, le llaman en el informe) recibirán la inyección semanal del fármaco. ¿Alguien duda de los resultados? La medicalización de la sociedad, ahora de la mano de un Gobierno de izquierdas, está servida. Mientras todo esto ocurre, los médicos y los científicos se han obligado a advertir al comienzo o al final de las presentaciones o publicaciones, la ausencia de algún conflicto de interés con las compañías farmacéuticas, pues sabemos que es imposible servir a dos señores a la vez. Para terminar con claridad y por si queda alguna duda: esta decisión del Gobierno británico es una opción ideológica, no técnica, profundamente reaccionaria. Supone la renuncia de la izquierda a la solución de los determinantes no biológicos de la obesidad, como la pobreza, la desigualdad, el estrés laboral, la escolarización suficiente, la protección infantil, el derecho a viviendas dignas, a una alimentación sana, al tiempo libre, etc., etc. Es el triunfo definitivo de la señora Thatcher. Viendo la propuesta estrella del laborismo británico se entiende mejor lo del Brexit, pero es, sobre todo, una profunda decepción para todos los que en algún momento vimos en los salubristas ingleses y en el NHS un modelo a seguir. Como dejó dicho lapidariamente Sánchez Ferlosio, vendrán más años malos y nos harán más ciegos.
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