El triángulo de la muerte

El triángulo de la muerte

Muchas son las impresiones que quedan tras la lectura del libro colectivo Historia y memoria del terrorismo en el país Vasco, coordinado por José Antonio Pérez y publicado por editorial Confluencias. Quizás la primera sea la repetida sensación de irrealidad ante lo sucedido, seguida de la extrañeza de haber podido convivir con tanto horror, casi cotidiano, durante tanto tiempo. De cómo fue posible que se asumiera con normalidad el goteo asesino de ETA. Luego, aparece, como triste compensación, la de que, afortunadamente, son ya acontecimientos del pasado, de la historia, y en eso insiste el libro. Es por eso, por lo que uno advierte ahora lo lejanos que resultan, a pesar de que algunos nos hayan tocado vivirlos cerca, pues el terrorismo etarra azotó con crueldad lejos del País Vasco. Esa distancia permite ver unos acontecimientos dolorosos e inolvidables de otra manera. Ya, sin duda, desde la historia, pero también desde la literatura.

El terrorismo, como la guerra convencional, es un asunto de implicaciones totales, un hecho radical que afecta a todos y que revela la condición humana de los implicados y la realidad de la sociedad en que ha surgido. Todo ello facilita un acercamiento desde la literatura y el cine, aunque sea, salvo alguna excepción, en clave de drama. De la lectura de algunos de los apartados del libro coordinado por José Antonio Pérez, y de la vida, o muerte, de algunos de los personajes que se cruzan por él, se deduce pronto que hay tema para una novela. Una conclusión a la que ya han llegado unos cuantos escritores como muestra el grupo formado por Años lentos, de Fernando Aramburu, o su reciente y exitosa Patria; por Una tumba en el aire, de Adolfo García Ortega, Twist, de Harkaitz Cano, en la que se cruza la sombra de Pertur, El comensal, de Gabriela Ybarra, donde reflexiona acerca de la muerte de su madre y del asesinato de su abuelo, Javier de Ybarra, o la verdaderamente pionera Cien metros, de Ramón Saizarbitoria, quizás inspirada en Txabi Etxabierrieta, por citar algunas entre las muchas obras que, con desigual enfoque y calidad, se centran en los acontecimientos tremendos de los que se ocupa Historia y memoria del terrorismo en el País Vasco.

Aunque se han escrito narraciones desde la perspectiva de un guardia civil, como la original e interesante opera prima de Arturo Muñoz, Por un túnel de silencio, creo que, como ha hecho Adolfo García Ortega con los desdichados jóvenes gallegos desaparecidos en Hendaya en 1973 a manos de ETA, al ser confundidos por policías españoles, nadie se ha ocupado de las andanzas de dos personajes siniestros, cuya biografía conjunta, diría que entrelazada, ya es de por sí una novela. Se trata de Ignacio Iturbide, alias Piti, y Ladislao Zabala Solchaga, ultraderechistas, miembros del Batallón Vasco Español y de la Triple A –entonces todo era lo mismo–, que sembraron el terror en los medios abertzales entre 1979 y 1981 en el llamado, muy literariamente, Triangulo de la Muerte, formado por las localidades de Hernani, Andoain y Urnieta. Dos tipos de procedencia social semejante, que acabaron en ese mundo oscuro al que envían sus sombras la delincuencia, el terrorismo y la represión. Un espacio donde coincidían confidentes de la policía, chicas de alterne y narcotraficantes de barrio. Sin duda, un territorio en el que solo pueden sobrevivir aquellos que comparten actividad.

Durante esos dos años, Iturbide y Zabala asesinaron al menos a siete personas, dejaron varios heridos y un rosario de atentados fallidos. Todo, sin criterio, en un puro ejercicio del terror: cayeron un concejal, un par de nacionalistas, pero también un músico o un gitano sin vinculación con la política. Se diría que era tanto una muestra de terrorismo de extrema derecha, al que no era ajeno el Estado, como del descarrío asesino de dos chicos mal de familia bien, que diría González Ruano. El terror por el terror. Algo muy siniestro en el contexto de por sí sombrío del País Vasco de esos años, al que pondría la guinda el GAL. Viendo el asunto a distancia, se diría que la actividad de estos personajes, al igual que los rasgos del milieu oscuro donde se movían –clubs de suburbio y ría, bares de carretera y de extrarradio, despintados y con olor a ducados y vino en días de estado de excepción–, en el que coincidían la política, el crimen y la delincuencia común con la actividad terrorista de etarras y ultraderechistas, no estaba muy lejos, en su modestia criminal, de las bandas de la llamada Gestapo francesa durante la Ocupación. Era casi el mundo de la rue Lauriston y de la rue Pompe, de los Bonny, Lafont, Berger, Delfanne o Rudy de Mérode, que Patrick Modiano ha recreado en varias de sus novelas y en el guión de Lacombe Lucien, la película de Louis Malle, en las que muestra como el asesinato era pura diversión. Y es que, en el fondo, para muchos de los que mataban a un lado y a otro de la muga, la ideología viajaba en el vagón de cola. Lo importante eran las pistolas.

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