Tribuna

Javier González- Cotta

Escritor

El veraneante infeliz

El veraneante infeliz El veraneante infeliz

El veraneante infeliz / rosell

Año tras año, llegado el trajín estival, la salida masiva en busca de las ansiadas vacaciones nos provoca -a algunos al menos- cierto abatimiento. El pico de nuestro estado mohíno lo hallamos frente al Telediario. Cierta melancolía preocupante nos encoge ante la caja tonta, aunque ya nadie ni siquiera la llama así.

Desde aeropuertos, estaciones de tren o de autobús, desde las gasolineras hasta la puerta del propio domicilio que se abandona, el periodista de turno suele entrevistar a tal o cual veraneante. Le pregunta por su lugar de destino, por cómo va de cargado su utilitario o, simplemente, qué espera de la regalía de los días venideros, dejando atrás todo calorín y malestar.

En la tele los supuestos informativos ahondan en noticias carentes de pudor. Cualquier cosa parece ya noticiable, como saber qué playa aguarda al veraneante medio o, en caso de que el afortunado esté ya refocilándose sobre la tostada arena, si está feliz, si acaba de dejar las maletas en el hotel, si le quedan muchos o pocos días para volver al leviatán de la capital. Hay motivos para hablar de una depresión estacional. Pero no por parte de quienes agotan sus vacaciones y regresan a la masa mórbida de la rutina, sino por parte de los que observamos a quienes aparentemente parecen disfrutarlas entre remojón y remojón.

La memez del pueblo nunca se había explicitado tanto. La bulimia informativa tiene la culpa. En el Telediario, en vísperas de la operación salida de agosto, hemos visto a una supuesta coach profesional, la cual nos ofrecía consejos de tipo psicológico para hacer una maleta sin que perdamos el equilibrio emocional en el intento. La experta en la materia nos sugería qué hacer para que la maleta no estallase de ira contenida cuando la fuéramos abrir al llegar al destino estival.

Uno se pregunta si todo esto es necesario. Se habla mucho de que debemos concienciarnos sobre la contaminación del plástico, que convierte el fondo marino en un inmenso coral de basuras. Pero poco se incide en la contaminante idiotez que nos rodea. La estupidez contemporánea se acepta sin que exista límite ni contorno definidos. Nadie está libre de la era de la gilipollez global. Ni siquiera los mohínos de agosto, que volveremos a nuestro sopor cuando por Navidad los periodistas de la tele vuelvan a preguntar lo mismo a quienes salen o llegan a casa para reencontrarse con sus seres queridos.

Uno sería muy mezquino si deseara que la gente se lo pasara mal en sus vacaciones. No diremos nunca, como el gruñón Strindberg, que ojalá siempre fuese invierno. La luz triunfal del verano suele regalarnos cierto rompimiento de gloria (recuerdos, olores, reencuentros). Pero observando por la tele a los veraneantes de turno (sus gestos, sus dejos, su obscenidad), pues a uno, la verdad sea dicha, es que cada vez le cuesta más aceptar que ha de convivir con tales semejantes. Habrá quien nos acuse de misántropos o de estúpidos engreídos. ¿Cómo no alegrarse del democrático bienestar de los demás?

Por otra parte, en relación a las sacralizadas vacaciones, estudios científicos recientes avalan la teoría que habíamos sospechado desde hace años. El periodo estival suele derivar en muchísimos casos en episodios de infelicidad. Se es infeliz porque no existe templanza para aceptar como tales los días de solaz que se avienen. Por eso lo que no tiene relieve de noticia en los informativos se convierte en materia noticiable. De ahí, por ejemplo, la citada coach de las maletas.

La frustración ante las vacaciones es un hecho probado. Pero nada tiene que ver en ello la fatalidad (el verano es tiempo de funerales), la mala suerte por el mal tiempo o la estafa que se prodiga en internet con los alquileres de apartamentos. Las vacaciones vuelven infelices a mucha gente. El CSIC publica sus estadísticas al respecto. Los blogs de ciertos medios se convierten en laboratorios de la felicidad que comprueban que esta especie existe y ha venido para quedarse: el veraneante infeliz.

Los amigos que ahora andan por ahí, ya sea de relajo por tierras extremeñas, de viaje por la Europa danubiana o de cabotaje en cabotaje sobre el líquido azul, defienden a capa y espada este tiempo de holganza. Dicen que debería estar protegido de toda amenaza, ya sea a través del padre Estado o por mandato de Asclepio, el dios griego, cuyo templo de la curación conserva sus heroicas ruinas junto al teatro de Epidauro, en el Peloponeso.

No discreparemos con los amigos. La holganza reconcilia al sujeto con su sensibilidad, lo que incluye el aburrimiento, esa sabiduría mal entendida. De algún modo se suele decir que el hombre es una metáfora desfalleciente del verano. Pero el hombre memo de hoy, el veraneante de hoy, no es metáfora ni postrimería de nada. De hecho ahí está otra vez, en el Telediario, a pie de playa. Le preguntan si el agua está fresquita o no.

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