Jueves Santo

Épica de pelo en pecho

  • No hay manera: Málaga ama a la Legión como al mejor de sus hijos, y a ver quién es el guapo al que le parece mal La razón tiene aquí su frontera. El inconsciente colectivo, su piedra de toque.

UN señor pintiparado para la ocasión, de traje, corbata y escudo en la solapa, peinado con un escrúpulo digno de Bernini y con aroma a Varón Dandy como para hacerse a notar a kilómetros, idóneo, en fin, para salir en Tres sombreros de copa de Mihura, informa cuando se le pregunta: "Yo llevo aquí desde las ocho. Pero ese otro señor ya estaba aquí". El otro señor tiene el gesto agrio bajo unas gafas de sol amplias como parabrisas, la barba espesa, la piel demasiado blanca y rojigualdas hasta en las mangas del polo. Y no parece tener muchas ganas de que le pregunten nada. Simplemente, espera. Junto al Muelle 2 hay quinceañeros que parecen seguir la juerga desde la noche anterior, chinos que se protegen de los rayos UVA bajo blanquísimas sombrillas, parejas incondicionales que lucen en sus camisetas el escudo del cuerpo militar mientras se prodigan cálidos besos, canis que exhiben sus torsos lampiños y conversan dándose mutuas collejas, nostálgicos de rostro quemado y birrete en la cabeza, familias ejemplares que posan como pintadas, hipsters devoradores de gusanitos con los auriculares puestos, comulgantes de la litrona más temprana con pocos dientes y menos jabón, señoras que han dejado a sus maridos en la cama y han acudido con sus amigas a no perder detalle y se preguntan entre carcajadas si vendrá o no vendrá la cabra, señoritas merecedoras de una jaculatoria de Fernando Arrabal que se anudan la misma camiseta con el mismo escudo para enseñar el ombligo, niños aburridos que se entretienen dándole patadas a cualquier cosa, próceres del merchandising que hacen su agosto en un tenderete donde venden escudos, camisetas, banderas y la discografía completa con todos los himnos, un tipo que empuja un carrito del Carrefour pregonando "Coca Cola fresquita, del Polo Norte", consumidores de pipas que dejan el suelo hecho unos zorros, analistas concienzudos del último partido del Málaga, tuiteros de pro empeñados en colgar cada cosa que se mueve, jubilados guasones de guayabera y bastón que dan la brasa a sus nietos con sus historias de la mili y una mujer algo despistada que lleva colgada una medallita de la Virgen del Carmen y parece tener miedo a que alguien la pise. Son poco más de las diez. Alguien da la voz de alarma: ya viene el barco. El buque Contramaestre Casado, el segundo más veterano de la Armada en servicio tras el Juan Sebastián Elcano, accede al Puerto y se dirige al punto convenido para el atraque. Entonces, estalla un Big Bang inasible, digno de Kurt Vonnegut: los viajeros de un crucero que llegó a primera hora acceden justo en este instante al mismo punto como una multitud conquistadora. Son en su mayoría árabes: casi todas las mujeres, vestidas de manera elegante y con algún Louis Vuitton en el brazo, presumen de sus coloridos hiyabs; y ellos, con sus camisas de lino y sus pantalones anchos, se hacen cargos de los niños, seguramente para que sus esposas puedan comprar a gusto (afortunadamente para todos, encontrarán suficientes tiendas abiertas, aunque no será fácil alcanzarlas). Los cruceristas no ocultan su asombro al toparse con semejante marabunta y ponen sus Canon a trabajar. Para mayor desconcierto, empieza a escucharse El novio de la muerte en las varoniles voces que llegan por mar y el delirio sucede: el personal estalla en aclamaciones, gritos de júbilo, aplausos, salves y algún Viva España. La Legión ha llegado. Y Málaga se ha puesto cabeza abajo.

Todo sucede después muy rápido: el desembarco y su correspondiente protocolo se producen bajo el rugido feroz de quienes arden en deseos de ver a sus héroes en acción. Los cruceristas árabes han llegado demasiado tarde para ver algo, pero la perplejidad sigue anclada en sus gestos hasta que finalmente deciden encogerse de hombros y hacer caso al guía que les recomienda salir de allí cuanto antes. Empieza el desfile, y los soldados legionarios circulan a toda velocidad; pero, dado que ha habido que esperar tanto para tan poco, se muestran generosos en la ejecución de sus vistosas maniobras, barbillas al cielo, espaldas como columnas dóricas, camisas abiertas, una épica de pelo en pecho. Habrá quien festeje el Día del Amor Fraterno con un lavatorio de pies, según la tradición cristiana; pero, lo sentimos, el Jueves Santo significa en Málaga la gran marimorena a mayor gloria de la Legión. Y a ver quién es el guapo al que le parece mal, oiga. La razón encuentra aquí su frontera: un servidor, que acude habitualmente al aquelarre, no recuerda haber visto tanta gente congregada desde el Puerto hasta Santo Domingo como ayer, en una espléndida mañana soleada que se tornó tarde sombría y fresca, aunque sin riesgo de aguacero. Al paso de los espartanos, las masas se desplazaban intentando seguir el ritmo: misión imposible. Había que partirse la cara para intentar verlo todo, pero no crean, más de uno estaba dispuesto: ayer no faltaron empujones, ni broncas, ni yo estaba antes, ni yo llevo aquí desde las cinco. Resulta más sencillo subir después al Everest que intentar acceder a la Plaza de Fray Alonso de Santo Tomás para otear algo del traslado. Allí se encontraban, en la tribuna correspondiente, el ministro de Justicia, Rafael Catalá; el delegado del Gobierno en Andalucía, Antonio Sanz; el secretario de Estado para la UE, Iñigo Méndez de Vigo; el presidente de Baleares, José Ramón Bauzá, y el director general de la Policía, Ignacio Cosidó, entre otras autoridades. El vulgo, sin embargo, tuvo que contentarse con una gran pantalla instalada junto a lo que fue la Sala Italcable, aunque entre toma y toma se colaba algún anuncio de Victorio & Lucchino. El traslado sucedió a similar velocidad, pero lo bueno vino después: los caballeros legionarios, acabada la faena, plis plas, no era para tanto, salieron al encuentro de sus fans y se prestaron a todo tipo de abrazos, apretones y fotografías. Algunas colas para retratarse junto a los hombres armados casi llegaban a la Trinidad: ni Mick Jagger en su más sensata plenitud habría soñado con semejante petición de selfies. Eso sí, luego había que armarse de paciencia para intentar ver al Cristo de Mena y Nuestra Señora de la Soledad preparados ya para la procesión vespertina. Y más aún para intentar salir del meollo: la sección de la plaza colindante con el río había sido implacablemente vallada y sólo se permitía la evacuación por una estrecha apertura. Trampa para gatos. Quienes habían osado meterse allí con un cochecito de bebé o una silla de ruedas lo pasaron francamente mal. Pero ya se sabe que la Semana Santa nunca se ha mostrado muy sensible con este tipo de diferencias: aquí impera la ley del más fuerte, hasta para presentarle respetos al Santísimo, y quien no esté por darse de tortas para hacerse con un trozo de bordillo mejor abrace el escepticismo erasmista y se quede en casa leyendo a San Agustín. Eso sí, entre los muchos miles, amontonados cual pueblo hebreo pasando a pie enjuto por el Mar Rojo, no pocos llevaban su silla de playa o el taburete a cuestas para trasladarse inmediatamente a la Alameda a guardar sitio para las procesiones de la tarde. Cuando la Santa Cruz accedió al recorrido oficial, pasadas las seis, lo mejor era hacerse con un dron con cámara incorporada para ver algo. Málaga se quedó ayer pequeña en todos sus frentes. Habría que inventar otra para ocasiones semejantes. Pero me temo que ni Julio César en su más febril ambición de poder alumbraría un PGOU de tal calibre. Albert Speer se quedaría en mantilla.

¿Qué motivo explica una pasión tan desbordada en Málaga con la Legión, un sentimiento tan hondo, una adscripción sin parangón en el resto de España? Tal vez ninguno, tal vez muchos. El caso merecería un diagnóstico de Carl Gustav Jung: pocas veces el inconsciente colectivo ha alcanzado tal nivel de delirio. Al final, habrá que darle a Millán-Astray la razón: ni la inteligencia ni el intelecto tienen aquí nada que hacer. Me temo, eso sí, que el corazón tampoco ocuparía aquí espacio alguno; es una cuestión de tripas, como cuando una madre ve a su hijo marcharse lejos. Los símbolos, hagamos caso a la semiótica más psicoanalítica, ejercen en su festiva exhibición una función catártica. A saber los complejos que Málaga atesora en sus bajos fondos. Ni siquiera Jung, sospecho, acertaría con la terapia. La Legión es en Málaga, en esta cualidad representativa, un todo: un símbolo de identidad, de autoafirmación, de confraternización, geográfico, religioso, político, histórico, memorialístico, afectivo y hasta sexual. Y esta naturaleza múltiple explica la facilidad con la que suscita sentimientos tan poderosos en tribus tan distintas.

Tampoco cabía un alma por la tarde en Santo Domingo para la salida de Mena, cuando ya procesionaban Santa Cruz, Sagrada Cena, Viñeros y Zamarrilla, con su siempre conmovedora puesta en escena. Pero había que ir al Perchel, sí o sí, para dejarse cautivar por el Cristo de la Misericordia a la luz de los cirios y al calor del silencio. La Esperanza condujo la noche a su misterio: el que, con todo esto puesto sobre la mesa, nos hace tan fieramente humanos.

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