TAMBIÉN en las tribunas, en los foros y hasta debajo de los tronos sale el comentarista de turno que dice: "La Semana Santa es siempre lo mismo". Si aceptáramos esta proposición, habría que dar por igual de buena la idea de que el barrio de La Victoria es siempre el mismo. Y nada hay más lejos de la realidad, de manera que, si el enclave del chupitira es cada día diferente, por más que sus actores jueguen siempre a repetir las escenas, por extensión la Semana Santa, y más si hablamos del Rocío y del Rescate, lo es por obra y gracia de la lógica. Todo este ir y venir entre lo que se mantiene y lo que desaparece encaja como un guante en un barrio tan antiguo como transformado, tan emblemático como ausente, tan de siempre y tan de nunca, tan presente y tan olvidado como La Victoria. Todo en sus aceras es un perpetuo contraste, los negocios que cierran y los que abren, los locutorios hiperpoblados y los bares más castizos, las casas de tejas desprendidas y balcones de forja junto a bloques de pisos anodinos, los badulaques en los que es posible encontrar de todo y los supermercados al uso. Todo existe, y todo convive. Pero sí es cierto que la Victoria conserva en su genética un profundo acuse de memoria, de gloria pasada y exilio presente, de Arcadia feliz que fue arrebatada para la triste gloria del consuelo actual. Basta un paseo por Cristo de la Epidemia, la columna vertebral de esta sección de la ciudad que culmina justo junto a la plaza de Marcelino Champagnat, donde el Rocío tiene su flamante casa hermandad, para darse por enterado: hay negocios de anticuario que parecen llevar a pie tres siglos, ferreterías de la posguerra regentadas por argentinos, cafeterías con clientela más fija que la Iglesia católica y comercios en los que se exhiben a gran tamaño fotos antiguas del barrio, del Jardín de los Monos cuando había monos, de Fuente Olletas cuando había una fuente en uso, del antiguo Hospital Militar que devino en el Pascual, de la iglesia de la Victoria rodeada de campo y carros tirados por bestias. Y en esta memoria, sazonada por vecinos ilustres como Eugenio Chicano (no hay escaparate ni esquina que no luzca desde que arrancó la Cuaresma sus carteles cofrades), como una identidad prendida a fuego que resiste todo el empuje urbano, la imagen del Rocío ocupa sin duda el corazón y el alma. No existe mayor reivindicación del barrio que la procesión de la Novia de Málaga, recibida con la lluvia de pétalos de flores con la que los suyos la obsequian, hermosísima en su peregrinación por el Altozano, arrebatadora en su regreso por la calle Victoria, camino del encierro, siempre bella, con una armonía que aúna música, movimiento y espíritu en una experiencia estética que sostiene como pocas lo que algunos siguen llamando religiosidad popular. Ayer hubo otra vez amenaza de lluvia: cayó un aguacero copioso por la mañana y algunas gotas a primera hora de la tarde, pero las previsiones finalmente tranquilizadoras permitieron que la Dama de blanco pisara su barrio a la hora prevista. Allí, en la frontera entre la Victoria y la Cruz Verde, el ambiente era sobre todo familiar, paradójico en las formas (desde gitanos con camisetas de Camarón hasta respetables devotos de melena engominada, camisa a cuadros perfectamente encajada en los pantalones de pinzas y chaleco como caído sobre los hombros) pero único en las intenciones, hasta que la Dolorosa, plenamente humana, cercana, una mujer hecha de tierra que se detiene en el tiempo, parecía interrogarlos a todos. Y en este ritual la historia volvía a repetirse, siempre la misma, de acuerdo, pero también siempre diferente, mientras la iglesia de San Lázaro, su casa durante el resto del año, respiraba el mismo olor a siglos, el de vieja capilla del hospital para leprosos ya en su fundación en 1491, el de refugio contra las epidemias de peste en el siglo XVII, con sus columbarios, sus rosarios, toda la liturgia que envuelve su arquitectura mudéjar. Y sí, la Victoria fue la de siempre. Única, irrepetible. Afortunadamente.
A las 18:30, a la hora prevista de la salida del Rescate en la calle Agua (más leña al fuego de la historia: la vieja necrópolis musulmana, la mezquita embutida en unos sótanos, el entorno de la Alcazaba hoy coronado en el monte, la estrecha vía que de noche sostiene el misterio del silencio en la tenue luz de las farolas), un tenue chaparrón caía en la calle Victoria. Más de una familia, segura de que la procesión no saldría, decidió marcharse en busca de algún trono que ya estuviese en la calle. Pero la nube negra pasó de largo y a los pocos minutos el Nazareno enfiló por el cruce de la capilla para alborozo de una feligresía, sensiblemente más nutrida que en los últimos años, que respondió con aplausos. El tono festivo de la cita volvió a repetirse por tanto multiplicado, con la habitual algarabía de puestos de golosinas y vendedores de globos (una Pitufina surcó volando los cielos mientras la cruz guía se cernía en el asfalto: también los pitufos tienen derecho a emular a los apóstoles) y algunos añadidos como un puesto ambulante que servía nada menos que mojitos, caipiriñas y zumos tropicales. Superado de una vez el miedo a la lluvia, la contienda barroca estalló en su esplendor. El bar Los Paninis preparaba los primeros camperos de la jornada mientras en la puerta un chico vestido con polo rosa y peinado al estilo Justin Bieber le contaba a un amiguete este chiste: "¿Sabes cuál es la procesión que más teme Rajoy? La del Rescate". Algo más al norte, frente al videoclub Centro, la madre de un nazareno que caminaba algo agobiado porque el capirote no le encajaba bien a causa de las gafas buscaba con decisión de leona un imperdible para al menos sostenerle la tela que lo recubría, y no cejó hasta que otra madre sacó uno del bolso. Había turistas alemanes y británicos con sandalias y pantalones cortos que sonreían con aprobación al paso del Cristo, como si aquello fuese exactamente lo que esperaban; una pareja de perroflautas que vendían claveles clavados (valga la redundancia) en un cartón a cambio de la voluntad buscaba sin éxito un trozo de bordillo al que encaramarse; y en el solar de la calle Esperanza, en conexión con Lagunillas, un tipo cambiaba el neumático estallado de su furgoneta más estallada aún a base de martillazos con la ayuda de un adolescente magrebí muy dispuesto y un chucho que no paraba de ladrar.
así habló zaratustra
Por más que pasen los años, resulta sorprendente la variedad de ejemplares humanos que un trono puede llegar a atraer. Ayer, mientras el Rescate se dirigía a la Plaza de la Merced, un tipo con melena y barba igual de desaliñadas e igual de pelirrojas, que vestía una chaqueta vaquera raída y arrastraba un enorme saco de plástico en el que parecía llevar metida su vida entera, se encaraba a los nazarenos gritando: "¡Yo soy el penitente!" "¡Yo soy el penitente!" Al verlo tan pelirrojo, uno no podía dejar de acordarse de Judas Iscariote, que tal vez había regresado del infierno preparado para ajustar cuentas; o quizá aquel hombre era una representación del Zaratustra que había imaginado Nietzsche, el profeta que pregonaba la muerte de Dios en las plazas. Y es que también tiene la filosofía trágica su hueco en la Semana Santa malagueña, no muy lejos, en realidad, del aroma neoplatónico y zambraniano que respiraba Pozos Dulces a la salida de la Virgen de las Penas, con su aire de judería acosada, su inspiración literaria y delictiva, su alfombrado de esquinas y la estirpe de decadencia y resistencia que aflora en sus muros. También es este santuario del centro histórico, imperceptible siempre entre Compañía y Carretería, un ejemplo de resto histórico urbano recientemente intervenido y sin embargo garante del mismo espíritu que alumbró sus orígenes: por más jardines verticales que le cuelguen encima, Pozos Dulces se resiste a la lobotomía postmoderna, a la aséptica rendición de urbes inteligentes. La procesión salió del Oratorio de Santa María Reina con toda la belleza que acostumbra, y supo mantenerla durante su recorrido, por más que a su llegada a la Catedral, cuando en la calle San Agustín no cabía un alfiler, más de uno se persignara a su paso mientras escuchaba la retransmisión del Barcelona-Milán en sus auriculares.
Nueva Esperanza completó su odisea titánica con la devoción firme de sus hombres de trono, un empuje que no supo de inclemencias del tiempo sino de conquista del suelo paso a paso. Tras la trifulca del lunes, la calle Frailes disfrutó la espléndida puesta en escena de la Sentencia, y en el Perchel, donde la Aurora cobra nombre propio, la Estrella recibió el calor de incondicionales, curiosos, turistas, familias, novios, amigos y toda la marea humana que se entregó plácida al calvario de Jesús de la Humillación. En el Puente de la Esperanza, una chica invidente que esperaba la llegada de la procesión junto a su perro guía, un hermoso labrador al que solo le faltaba hablar, arrancó a aplaudir a la llegada del Cristo. Y lo cierto es que la Semana Santa es una experiencia que atañe a todos los sentidos, incluso a los menos reconocidos (quizá a éstos especialmente). En este gran teatro del mundo todos representan su papel, como el niño de no más de diez años que imitaba ayer el cante de una saeta a la salida de la Sentencia en Frailes. Entre la talla y la carne, el Verbo no tuvo dudas.
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