Bajo el capirote

La mirada cofradiera

Pablo Santiago

23 de marzo 2016 - 08:10

Siempre llamó mi atención el nazareno, hasta donde mi memoria puede recordar. Visto al principio como esa lúgubre y tétrica figura a la vez que simpática. Luego como el anhelo de una forma distinta de hacer cofradía. Ahora, como vivir la gloria misma bajo el capirote.

Nadie duda de la trascendencia del nazareno en nuestras cofradías, interpretaciones aparte. Puedo imaginarlas sin muchos de sus elementos, pero nunca sin nazarenos. El hermano que, decidido y convencido, viste su túnica y su capirote, es uno de los mejores reflejos de lo que la hermandad significa. Este gesto es una actitud trasversal independiente al color de la túnica o al revestimiento con capa: hay un solo concepto de nazareno. Y quizá sea uno de los más bellos que se puedan explicar.

Para quienes nunca han tenido la oportunidad de ser nazarenos, sepan que es una actitud mucho más compleja que caminar portando un cirio, una cruz u otro enser delante de nuestros tronos. En absoluto. Ser nazareno comienza en el mismo instante en el que uno se plantea la necesidad de vestir este particular hábito. Y continúa en la hermandad, donde junto con el resto de iguales, el nazareno se forma, se educa, se construye y se fortalece. O así debería ser. Y sigue continuando con cada estación de penitencia. Y cada una de ellas hace evolucionar al nazareno. No importa si es el primer año que vistes la túnica o si eres el último nazareno del último tramo, en las horas previas a la salida de tu hermandad el sentimiento quizá roce hasta lo romántico. El personalísimo ritual de cada nazareno a la hora de revestirse y comenzar la estación de penitencia es fruto de esa evolución. Al igual que su trascurso y la manera de exprimir el fruto que se obtiene. Quienes son nazarenos, conocerán de sobra estos sentimientos y muchos más.

Bajo el capirote, el nazareno es capaz de experimentar cosas que quizá nunca había podido. Desde conocer en otros la curiosidad e inquietud que uno mismo vivía cuando era un niño, hasta reconocer a través de dos pequeños agujeros las miradas y emociones sentidas por cada persona al cruzarse con los ojos de Jesús y María en las calles de su ciudad. Sin olvidar nunca que, por lo menos para quien escribe, el capirote es la garantía del mejor ambiente de oración y encuentro personal. Una experiencia que va más allá de alumbrar el camino de nuestras devociones o portar una cruz en el hombro. Una experiencia que no lleva como condicionante ser mujer y joven, como suele ser típico. Ser nazareno, en definitiva, es una realidad quizá algo abstracta y subjetiva pero que, sin duda, merece la pena conocer.

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