Tantos novios de la muerte
Por más polémica que se quiera buscar, al final cada Jueves Santo pone las cosas en su sitio
Los malagueños que veneran la Legión son multitudes
Y no se avergüenzan, que digamos
Tiene gracia, aunque quizá no sea éste el término exacto, empezar a escribir este artículo sabiendo que se va a publicar un 14 de abril. Hace poco escuché a un cura decir, muy serio, que los cristianos "no somos novios de la muerte". Al contrario, "somos novios de la vida; nuestra opción es otra". Y, claro, a poco que uno repase un poco los Evangelios y las Epístolas paulinas convendrá sin remedio en que aquel presbítero tenía razón. ¿Qué pintan unos legionarios cantando El novio de la muerte mientras sostienen una talla de Cristo crucificado? Lo mismo, aproximadamente, que la Madre Teresa de Calcuta en un episodio de Juego de Tronos: nada de nada. Cuando Millán Astray pidió que viviera la muerte y, de paso, que muriera la inteligencia (en un ejercicio de preclara coherencia), no se estaba acordando precisamente de los Hechos de los Apóstoles. Pero a estas alturas, cuando la expresión popular de la Semana Santa apenas tiene ya que ver con el cristianismo y sí con cierta idolatría primaria, lo que no se puede pedir a una tradición es, precisamente, coherencia. Quienes defienden que la presencia de las fuerzas armadas en torno a la Pasión constituye poco menos que un atentado conceptual tienen razón, pero si algo tiene aquí todas las de perder es la razón misma. Por decirlo de otra manera: a los que a las nueve de la mañana de ayer ya se encaramaban a cualquier resquicio sólido del Palmeral de las Sorpresas a la espera de la llegada de la Compañía de Honores del Tercio Don Juan de Austria III de La Legión a bordo del buque Contramaestre Casado, y a quienes poco después se apostaban en Santo Domingo hasta no dejar espacio libre a un alfiler en Santo Domingo para presenciar el traslado del Cristo de la Buena Muerte, lo que tuvieran que decir San Pablo y los Evangelistas al respecto les importaba más bien poco. Este negocio es muy distinto. La Legión se vinculó a la Congregación de Mena en 1921, y es de justicia que los cuerpos del ejército que han garantizado la supervivencia de las tradiciones tengan su espacio en las mismas mientras éstas perduren. En Málaga, este vínculo se ha sostenido y reforzado con ímpetu transgeneracional, tal y como quedó demostrado ayer una vez más: abuelos, niños, adolescentes, familias, varones y mujeres hacían gala de su adscripción sin fisuras a los soldados a base de tatuajes, lemas inscritos en camisetas, insignias, banderitas, pulseras, escudos y demás parafernalia, pero más aún en la veneración manifiesta cuando los efectivos comenzaron su desfile pisando el suelo con proverbial energía. El idilio goza de buena salud y Málaga no duda en rendirse cada Jueves Santo (eso, sí, poco después de las once, mientras se producía el desembarco, ya había una entrada más que notable en las playas de la capital al calor de la temperatura veraniega: como dijo el clásico, hay gente para todo), así que difícilmente los portavoces municipales de IU podrán darse un tiro en el pie más doloroso que cuando osaron poner un pero a la visita de los legionarios al Materno, donde cantaron El novio de la muerte a los pequeños ingresados. Está bien que venga un ministro de Justicia a reivindicar la limpieza y oportunidad de aquel encuentro, pero en realidad tampoco hacía falta: a la Legión le sobran defensores acérrimos en esta ciudad. Rafael Catalá, por cierto, estuvo presente en el traslado junto a María Dolores de Cospedal, la primera ministra de Defensa que asistía al acto en más de una década. Lucieron también palmito otros personajes como Esperanza Aguirre, Ana Botella y Luis del Olmo. Eso sí, quienes ejercen el noble deporte de la búsqueda de famosos en Semana Santa tenían que ver a Carmen Lomana de mantilla en la salida de Zamarrilla (donde estuvo también Cospedal, quien parece haberle cogido gustillo al asunto); no se había percibido un caudal de emoción semejante en el planeta desde el estreno de Titanic.
Pero es que la Semana Santa de Málaga es así, muy de la Legión, muy macho. A la salida de La Cena, un visitante de inefable acento valdemoreño, con gorra del Atleti y Nikon al pescuezo, instruía a la parienta sobre el transcurso de los acontecimientos y comentaba con engolamiento radiofónico: "Mira cómo toman la curva los costaleros". Menos de un nanosegundo después fue corregido por un andoba al que le llegaba la cara al suelo: "Usted perdone, pero en Málaga los costaleros se llaman hombres de trono. La palabra costalero no se utiliza". Si el extranjero hubiera insultado directamente a los portadores, no habría sido reprendido con tanto rigor. Casi entraban ganas de intervenir y matizar que el término costalero sí se emplea en varios municipios de la provincia, pero cualquiera se atrevía. Además, en lo que a la Pasión se refiere, Málaga termina donde empiezan los Montes. Y resultaba también paradójico observar las exultaciones más afirmadas de la identidad local en una ciudad tomada por el turismo. Mientras el mismo conjunto escultórico de La Cena, con su monumentalidad casi dolménica, avanzaba con paso antediluviano Compañía abajo, eran mucho más de cuatro los recién llegados que se empeñaban en atravesar la procesión armados con sus maletas y sus bártulos con tal de alcanzar los apartamentos turísticos que tenían reservados en los aledaños. Un tipo de casi dos metros de alto al que llamaban Iñaki dejó la samsonite en el suelo a escasos metros de María Santísima de la Paz y casi se echó a llorar cuando reparó en que llevaba media hora dando vueltas y no había manera de encontrar el puñetero portal. El éxito de este modelo de alojamiento, ya se sabe, es el primer responsable de la despoblación del centro y de su entrega sin remisión a las franquicias, pero a ver quién es el bonito que ahora dice que no. Málaga fue ayer una Babel de lenguas, cuerpos, miembros, sombras y cabezas procedentes de los rincones más insospechados y dispuestos a agotar hasta el fin un puente con procesiones y clima digno del mes de junio. Tampoco sabemos qué habría dicho San Lucas de haberse enterado de la cuestión. Tal vez se habría encogido de hombros y habría optado por buscar refugio en Casa Aranda. Con tres churros, de paso.
Lo importante, en fin, es que los hombres de trono sean eso, hombres. Aunque en ocasiones muy puntuales opten por no guardar el decoro que, en principio, merecería la situación que protagonizan, sobre todo cuando las imágenes vuelven a sus templos. Pero cuando el Señor de la Misericordia llega a Ancha del Carmen y la ciudad recobra de pronto, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos (vuelve a colarse San Pablo, disculpen que hoy me esté saliendo todo tan apostólico), una memoria esquilmada por tiburones, sátrapas, especuladores, trileros y demagogos, con la complicidad de una sociedad, la malagueña, adormilada, ensimismada y más pendiente del ricachón que habrá de financiar la segunda torre de la Catedral, todo tiene sentido. La infancia es un crujido en el que uno, al fin, se reconoce; tanto como quienes han venido a ver al Chiquito desde las más remotas latitudes para compartir una magia que, por más multitudinario que sea su aforo, siempre se resuelve en una complicidad familiar, doméstica, casi íntima. Cuando el Nazareno del Paso mostraba su cruz al otro extremo del Perchel, Málaga se parecía más a una bacanal en la que todo el mundo comía y bebía, sin mesas libres y con todas las barras atestadas, que un enclave en el que la Esperanza llegara a inspirar un pensamiento piadoso. Pero el Día del Amor Fraterno, transustanciado por obra y gracia de la postmodernidad en el Día Internacional del Beso, dejó argumentos para lo uno y para lo otro, entre parejitas que se daban el lote y miradas colmadas de silencio que se posaban en la Virgen esperando una respuesta. El silencio y el ruido continuaron, de la mano, mientras los novios de la muerte seguían tronando hasta la madrugada. Todo es, y será, su contrario.
También te puede interesar
Lo último