Semana Santa

Como un suspiro incesante

TIENE Málaga en el Monte Calvario uno de sus rincones más evocadores, seguramente por su condición de sendero oculto. Subir la cuesta desde la calle Amargura hasta la capilla significa adentrarse en cierta espesura en la que se detiene el tiempo, en la que el silencio se mastica y se hace carne. Para muchos la Semana Santa empieza aquí cada Viernes de Dolores con el Vía Crucis oficial, pero el Viernes Santo se dan cita en esta naturaleza pequeña, frágil, apenas habitada, las más diversas prácticas religiosas. Ya por la mañana temprano desfilaban los devotos para besar los pies del Cristo Yacente que procesionaría por la tarde. Los pasos, en la arenisca y la gravilla del camino, se dan breves, lentos, a menudo interrumpidos para la oxigenación. En el breve tramo hasta la cima de este promontorio que regala unas magníficas vistas de la ciudad, resulta apropiado rezar como los antiguos padres del desierto, con el compás de la respiración acorde al de las palabras que se quedan en esos suspiros, apenas pronunciadas. Más tarde, el Rescate celebró su Vía Crucis del Viernes Santo, y al punto todo estaba listo para las primeras salidas procesionales. La mañana de este día fue un tránsito continuo por templos y hermandades, con pésames, besapiés y otras fórmulas correspondientes al luto. Por eso, precisamente, cuando el mismo Cristo Yacente salió de la capilla por la tarde hacia la Basílica de la Victoria para su procesión junto a la Virgen, el clima se respiraba ya solemne. Si la penitencia expresada en la calle tiene sentido es en este Viernes Santo en el que la cruz preside la vida religiosa. En Málaga, las ocho procesiones recogieron a su paso diversos momentos de silencio contenido, de lamento que no sale y se queda en las miradas, como las de Dolores de San Juan en su salida, como las del Sepulcro en Alcazabilla o las de Soledad de San Pablo en la Trinidad. La sensación que asaltaba a menudo era la de un verdadero funeral, y cabe considerar la oportunidad de un ritual semejante dedicado a la muerte, aunque hoy sea Domingo de Resurrección y toree José Tomás, en una ciudad como ésta, entregada a su cotidiana mediterraneidad pagana y su feliz diatriba diaria por el turismo y la cultura. ¿Qué significaba el fugaz paso de Servitas a medianoche en el Arco de la Cabeza, con todas las luces apagadas, los tambores sordos tocando a muerto y la cruz evocada en los semblantes de los testigos? El contraste era brutal: a pocos metros, bares y restaurantes estaban atestados de celebrantes que festejaban lo largo del fin de semana, la llegada del buen tiempo. En la misma calle, bajo el mismo cielo, pero como separados por un muro hecho de sangre, una legión de oficiantes silenciosos se recogían en un puño, en una contemplación para la que no hacían falta palabras. El viernes es sensiblemente distinto al resto de la Semana Santa, y lo es por su trascendencia de arcano, por lo recóndito de sus movimientos. El hermoso transcurso de la procesión de la Piedad por el Molinillo sólo puede inspirar contrición, la consideración de lo efímero para uno mismo (por cierto, los mismos gamberros que el año pasado arrojaron latas al paso de la misma en Ollerías volvieron a armar el número, en esta ocasión con una cruz invertida y otros objetos empleados en su agresión; hubo cuatro detenidos, pero sorprende desagradablemente la impunidad de la reincidencia), igual que el Descendimiento en Cortina del Muelle. Cuando Soledad de San Pablo avanzaba por el Puente de la Aurora, con el imponente Cristo trasladado al sepulcro mientras dos ancianas diminutas y vestidas de negro se contaban las hazañas de sus hijos y nietos, como en un funeral cualquiera, uno no tenía más remedio que acordarse de Nietzsche, del escalofrío que sigue a la revelación de que Dios ha muerto. Seguramente tal profecía no significaba nada a los jovencitos que a esa misma hora lucían palmito en la Plaza de la Merced y se disponían a abrir los primeros bares o a ocupar un discreto botellódromo, ni a las parejas que se disponían a degustar el pescado crudo (otra forma, al cabo, de practicar la abstinencia) en el japonés más in de la ciudad, pero que en calle Álamos no se moviera un pelo al paso del Sepulcro, insisto, responde a una antropología seguramente no necesaria pero sí evidente. Parecía, del Compás de la Victoria a la Tribuna de los Pobres, de la calle San Juan (bellísima para el imposible consuelo de su Dolorosa) al mismo Molinillo, que, por mucho que en las terrazas el vino corriera, Málaga se detenía un instante, contenía el aliento, se asomaba al abismo en el que habitualmente no repara y se preguntaba: ¿Dónde está el final de todo esto? Cierto: ni siquiera en un centro de ocio como Plaza Mayor cabía un alfiler a las 21:00, pero la mano de la pequeña que apretaba la de su madre en el mismo Altozano al paso del Monte Calvario llamaba la atención sobre un hecho determinante: la muerte de Dios. La muerte de cada uno proyectada en lo divino. Málaga vive cada día (afortunadamente) como si no se fuera a morir nunca, como si nada de lo suyo estuviera condenado a acabar, por más que ciertas ruinas del centro histórico demuestren lo contrario. Pero, por un día, el lamento se convierte en el centro de todo y la ciudad se viste de plañidera, sin epidemia que la azote, sin bombardeo que la arrase. Hay algo de memoria filogenética en el riguroso camino del Sepulcro y Servitas, cierta conexión con las tragedias que Málaga vivió en sus carnes, desde la peste del siglo XVII a la huida desesperada un día de febrero del 37. Y una lección: el dolor nunca se olvida del todo.

Cuando el Ubi Caritas comienza a sonar en la calle Fernando El Católico, determinadas emociones se ponen en marcha, como empujadas por un engranaje que sigue los mismos designios en un organismo vivo. Este año, frente a la emblemática sede de la casa hermandad que introdujo sin reparos la arquitectura moderna en la Semana Santa, una pancarta se extendía para añadir símbolos a la ocasión. Resulta singular el modo en que esta procesión convoca a curiosos e incondicionales de los más diversos rincones, en virtud de una estética realmente atractiva, con sus hombres de trono entregados al canto, en una suerte de liturgia urbana antigua pero estimulante. La calle, a espaldas de la Basílica de la Victoria, del mismo Monte Calvario y del Seminario, frontera donde una naturaleza de pinos se extiende sin que nadie la espere, se llenó hasta los topes de pequeños y mayores que esperaban con ganas la salida de la procesión, entre puestos de chucherías y vendedores de globos. Dos adolescentes tocados con gorras con la visera atrás y monopatines se merendaban unos vistosos bocatas de salchichón y un señor con maneras de maestro antiguo no pudo contenerse y les reprendió amablemente, hombre, que estamos en Viernes Santo. Los chavales sonrieron de medio lado y pusieron cara de no saber de qué estaba hablando. A lo mejor habían pagado la bula papal y estaban exentos del ayuno. Pero lo mejor era ver al Amor en su encierro, a las 3:00 del sábado, con la misma espiritualidad en cada paso y de nuevo el recogimiento de ciertos fieles, aunque obviamente muchos menos. El sábado, precisamente, amaneció extraño, con los camiones de Limasa regando en todo el centro, a modo de paisaje después de una batalla. El mismo Dios que había muerto, el que había descendido a los infiernos y ganado el silencio de las masas, estaba pendiente de resucitar, pero este artículo precisa una fe tan grande que su puesta en escena pesa mucho menos. Pero la Semana Santa y los misterios que encierra nunca terminan. Como la vida.

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