El Prisma

Banderas, mi casa

  • Es el marido que toda madre querría para su hija, el amigo que cualquiera desearía, el hijo que toda ciudad aspira a tener. Parece demasiado bueno para ser de verdad. Quien lo conoce jura que lo es

ALLÁ por finales de 1992, Antonio Banderas acababa de desembarcar en Los Ángeles con la gran tarjeta de presentación de chico Almodóvar perseguido por Madonna. Casi 1.200 millas al norte, otro malagueño, éste de 16 años, llegaba a un pequeño pueblo para aprender inglés durante un año. Yakima carecía desde luego del glamour de Hollywood. A cambio tenía indios, coyotes y un frío de pelotas: en invierno el termómetro llegó a rozar los 30 grados bajo cero. A medio mundo del Mediterráneo, el adolescente no tardó mucho en sentirse invadido por una morriña infinita: nada como salir de Málaga para empezar a apreciarla. Los primeros meses fueron muy, muy duros. Cambio de familia de acogida por un broncoso divorcio, cambio de instituto cuando empezaba a adaptarse, un hambre tremenda como compañera inseparable, y la sensación de haberse equivocado terriblemente. Pero siempre pudo contar con su paisano famoso. Junto con un trillado cassette de Danza Invisible que escuchaba noche sí y noche también, era lo más cercano que tenía de Málaga. Banderas debía de tener un agente fabuloso. Puede que no escogiera bien del todo algunas películas, pero era un fenómeno para la promoción. Apenas había mes en el que el malagueño no estaba en la portada de una revista o en algún late night, lo que el chaval aprovechaba para señalar a quien quisiera escucharle que ambos procedían del mismo lugar. Era la mejor forma de ubicar Málaga en el mapa.

A Banderas cada vez se le veía más suelto, más cómodo. Había amoldado a su personalidad el cliché de icono latino y demostraba que era mucho más que un producto destinado a llenar un nicho de mercado para los grandes estudios. Era el capitán Kirk del cine español: había llegado donde nunca antes nadie había podido llegar. Salvando las enormes distancias, parecía además como si, con el paso de los meses, a ambos les hubiera ocurrido lo mismo: sin darse cuenta, aquel sitio antes extraño se había convertido en su segunda casa.

Años más tarde, ya de vuelta en España, el joven malagueño tuvo ocasión de ver a Banderas en carne y hueso. No fue ni en Los Ángeles, ni en el Pacífico Noroeste, ni tan siquiera en Málaga. Fue en Casarabonela. Era 1998 y el actor quiso acudir a la presentación de un libro de poemas de su fallecido tío abuelo. Fue con toda su familia, Stella del Carmen en brazos, suegra Hedren incluida, y aquello parecía una romería. El joven, entonces becario de una agencia de noticias, llegó a temer por la integridad de su querido paisano. A este no se le borró la sonrisa del rostro.

Dos años después, Banderas aceptó otra invitación, ésta mucho más difícil. El alcalde supo elegir a la persona indicada para levantar el ánimo a una ciudad en estado de shock, golpeada por el terrorismo, que aún no se creía el asesinato del concejal José María Martín Carpena. Fue un pregón de feria del que aún se recuerda el sentimiento.

No ha habido ocasión en la que Banderas no demostrara su compromiso y amor por su tierra. Y no se trata sólo de su pasión por la Semana Santa y sus Fusionadas, por su último acto de generosidad al crear una fundación para dar becas y ayudas a entidades benéficas. Tampoco porque decidiera veranear en Marbella con su familia a pesar de las perrerías que le han hecho los paparazzi. O por su apoyo al Festival de Cine o los artistas locales, rodando películas, creando productoras como Green Moon, luego Kandor. O porque se hiciera socio de Hojiblanca. O embajador de Andalucía. Demonios, si Banderas hasta se atrevió con la maldición del plan del Puerto, un reto insuperable incluso para él.

Antonio Banderas, hijo de profesora y de policía, es el marido que toda madre querría para sus hijas, el amigo del instituto que cualquiera desearía, el hijo que toda ciudad aspira a tener. Parece demasiado bueno para ser de verdad. Quien lo conoce jura que lo es.

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