historia La gran tragedia del siglo XX, en carne viva

No sólo Guernica

  • El próximo febrero se cumplen 75 años de la huida de Málaga por la carretera de Almería, uno de los episodios más sangrientos de la Guerra Civil, que se cobró miles de vidas y representó como pocos el apoyo del fascismo europeo a la sublevación

El 4 de junio de 1937, Pablo Picasso daba por terminado en París el Guernica. Con ello satisfacía el encargo emitido por el Gobierno de la Segunda República el mes de enero anterior para el pabellón español de la próxima Exposición Internacional de la capital francesa. El artista había realizado unos primeros bocetos a mediados de abril que hoy demuestran que el genio andaba aún tras un motivo determinante de inspiración. Éste llegó poco después, el día 26 del mismo mes, con el bombardeo aéreo del municipio vasco de Guernica a cargo de fuerzas alemanas e italianas. Lo paradójico es que poco antes, del 6 al 10 de febrero, su misma ciudad natal se vio sometida a una tragedia similar que no ganó para la Historia la categoría de símbolo, pero que constituye uno de los episodios más sangrientos de la Guerra Civil y uno de los más representativos del apoyo que el fascismo europeo prestó a la sublevación. El mes que viene se cumplen así 75 años de la huida de Málaga por la carretera de Almería, un infierno que se cobró miles de vidas y cuyo desarrollo arroja todavía, a estas alturas, más sombras que luces.

En el marco de esta efeméride, la revista Andalucía en la Historia incluye en su último número un esclarecedor artículo de la profesora de la Universidad de Málaga Encarnación Barranquero, cuya bibliografía cuenta con varios trabajos dedicados al asunto. Una de las primeras consecuencias que puede extraerse de su lectura es que la huida fue una respuesta desesperada (la única posible: todos los demás accesos de Málaga ya estaban controlados por las tropas franquistas, mientras que la carretera de Almería había permanecido al margen de los intereses militares debido, en gran parte, a las inundaciones que la inutilizaron durante el mes de enero) a una demostración de fuerza y crueldad inusitada, pero también fue, en buena medida, la consecuencia lógica de un proceso brutal que arrancó el mismo 18 de julio de 1936. Ya durante la República Málaga se había mostrado especialmente vinculada a las fuerzas obreras, especialmente a la CNT y al PCE. Con el estallido de la contienda, esta filiación se reforzó en una espiral que se resolvió no pocas veces con la destrucción de bienes eclesiásticos y de zonas urbanas habitadas por la burguesía industrial. Precisamente por el aislamiento al que sometían a Málaga sus condiciones geográficas, la primera ofensiva rebelde contra la ciudad no se produjo hasta el 17 de enero de 1937, así que para entonces la ciudad acogía ya a más de 60.000 refugiados procedentes de otras provincias andaluzas. El ataque definitivo a la ciudad comenzó el 3 de febrero desde Ronda y no culminó hasta el día 8. Pero gran parte de la población, que se sentía abandonada por la República, había comprendido mucho antes que permanecer en Málaga sólo significaba la muerte. Así que el día 6 comenzó la que el médico y fotógrafo canadiense Norman Bethune, que participó en el auxilio a las víctimas, definió como "la más grande y terrible evacuación de una ciudad en los tiempos actuales".

Las cifras y datos difieren tanto según las versiones que la huida por la carretera de Almería encierra la contradicción de ser uno de los sucesos más dolorosos de la Guerra Civil y a la vez uno de los menos documentados. Algunas fuentes hablan de 15.000 personas que abandonaron la ciudad a pie, otras de 150.000. Es de suponer que la mayor parte de los refugiados emprendieron la marcha. Pero también muchos malagueños que se habían significado en los últimos meses. El anuncio de Queipo de Llano emitido por radio a unos y otros fue tajante: "Aunque os escondáis debajo de la tierra, os sacaré. Más pronto que tarde pagaréis los crímenes cometidos". En la invasión participaron 10.000 moros, 5.000 requetés y otros 10.000 camisas negras italianos que desde el día 5 avanzaban desde el norte de la provincia. A ellos se sumaron las fuerzas aéreas franquistas, los buques Canarias, Baleares y Almirante Cervera y, lo que pocos esperaban, otros dos barcos italianos que participaron en la causa con un objetivo singular: usar el nuevo armamento recibido para comprobar su eficacia.

Los primeros en huir se pusieron en camino el día 6. En los expedientes de conducta que elaboraban los alcaldes figuraba como agravante "haber huido a la entrada del glorioso Ejército", así que la condena también estaba ya firmada para ellos. La mayor parte del éxodo, sin embargo, aconteció el día 7, cuando los italianos habían llegado a Torre del Mar desde Zafarraya para cortar el camino. Los testimonios representan la más perfecta descripción del infierno: madres corriendo con sus hijos en brazos, ancianos moribundos, niños que llamaban a gritos a unos padres que no respondían, animales que caían muertos de cansancio y provisiones para pocos días que menguaban sin compasión, todo bajo un reguero de fuego y proyectiles que llovían desde tierra, mar y aire. A cada paso caían más y más muertos. Las cifras, de nuevo confusas, señalan entre 3.000 y 5.000 ajusticiados en el camino, en su mayoría civiles. El fragor se intensificó especialmente a la llegada de las víctimas a Lagos, cerca ya de Torre del Mar, entonces un pequeño núcleo de casas de pescadores, cuyos ocupantes salieron también huyendo enloquecidos por el pánico. El día 9, quienes aún sobrevivían llegaron a Torre del Mar. Allí esperaban encontrar una línea de defensa que quienes habían sido responsables de la evacuación de la ciudad (miembros de partidos y sindicatos que habían recibido el encargo de la delegación del Gobierno) debían haber desplegado. Pero ésta se retrasó hasta Motril. En su lugar, encontraron a los camisas negras con la orden expresa de disparar contra ellos. Fue allí, en la playa, donde murió un mayor número de víctimas. La demencia ya era absoluta y el fuego hizo el resto. Otros testimonios hablan de mujeres que veían morir a sus hijos y al instante cogían en brazos los de otra que acababa de caer abatida. Incluso de madres que sangraban por el vientre y se empeñaban en dar el pecho a sus pequeños por última vez. Derrotados por el cansancio tras 72 horas de carrera sin descanso, muchos se entregaron con placidez extrema a las ráfagas. Si alguna vez se pudo confiar en el ser humano, aquel día el perdón puso su precio demasiado caro.

A pesar del terrible asedio, continuaron su marcha varios miles de personas. La cohesión de familias y vecinos, de hecho, evitó una catástrofe mayor. Algunos días después, una ola de huérfanos y moribundos llegó a Almería, donde, ya sí, la República organizó un dispositivo para acogerlos. Muchos heridos fueron operados a corazón abierto en los refugios subterráneos de una ciudad que se desvivió por atenderlos a pesar de sus escasos medios. En Málaga se produjeron 20.000 fusilamientos entre 1937 y 1939. Y durante la Transición aún se publicaron anuncios de ciudadanos que buscaban a familiares desaparecidos en la desbandá. El recuerdo duele, pero es necesario. Como si la última página no se hubiese escrito todavía.

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