EN TRÁNSITO

Eduardo Jordá

El tordo en el crepúsculo

NO hay caja fuerte que encierre tantos tesoros como el bolsillo de un abrigo. Hoy me he encontrado la tarjeta de un hotel: "Hôtel des Chênes", "Hotel de los Robles". Ya estoy un poco harto de fiestas y de cohetes -y aún faltan los de mañana-, así que me refugio durante un rato en ese hotel que he llevado sin saberlo en el bolsillo durante medio año. Estuve tres días allí, en mayo pasado, en un pueblo de la Aquitania que tenía el bello nombre occitano de Pujols. Comprendo a la gente que se va a hacer submarinismo al Mar Rojo o a escalar un volcán en la Patagonia, pero yo prefiero la Aquitania. No hay demasiados turistas, los aeropuertos son lugares civilizados (el pasajero va andando hasta el avión) y pasan los días sin que ocurra nada extraordinario. Durante los tres días que pasé en el Hotel de los Robles, lo más llamativo que vi fue un dramaturgo nonagenario, miembro de la Academia Francesa, que bajó a desayunar con la pernera derecha del pantalón metida en el calcetín.

En la tarjeta veo que el hotel pertenecía a la red de hoteles silenciosos (Relais du Silence, dice un logo). Nada más cierto. Me pasé una mañana de domingo en la terraza, mirando la ciudadela medieval de Pujols, a tres kilómetros, y los muros de una antigua granja donde un hombre estaba arreglando un tractor. Dos perdices pasaron volando. Luego se oyó el canto de una perdiz macho -chas, chas, chas- y todo volvió a quedarse en silencio. El viento entre las espigas, los golpes en el tractor, un gorrión en un castaño. Supuse que eran los sonidos que habían escuchado durante generaciones los Campmas y los Ginestet y los Massou que estaban enterrados en el cementerio de la colina. En una de las tumbas, los compañeros de un antiguo combatiente le habían dejado una corona de flores: "Les anciens combattants à son camarade". Apunté su apellido: Ducrou. Un breve recuerdo para él.

Mientras estaba en la terraza del Hotel de los Robles, recordé dos de los mejores poemas que he leído en mi vida. Uno es El tordo en el crepúsculo, de Thomas Hardy. El otro es El pájaro desconocido, de Edward Thomas. Los encontré en The rattle bag, la antología de poesía de todos los países y de todos los tiempos que compilaron Seamus Heaney y Ted Hughes. La poesía en castellano tiene una escasa representación (dos poemas de Lorca, uno de Neruda y otro de Vallejo), pero en cierta forma es natural. Me temo que nos faltan siglos para alcanzar la rotunda sencillez de un Thomas Hardy o de un Edward Thomas. En su poema, Hardy hablaba del canto de un pájaro en el crepúsculo, en el que resonaba "una bendita esperanza, que él conocía, pero que para mí era desconocida". Les dejo con esa bendita esperanza, resonando en algún sitio, ahora que empieza un año nuevo.

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