EL profesor de primaria repartió los exámenes en dos hojas fotocopiadas por una sola cara. Todos menos uno se dispusieron a resolverlo. No por ignorancia, sino por rebeldía medioambiental. Educadamente levantó la mano y expuso su negativa a realizar la prueba hasta que no se fotocopiaran los exámenes en un solo folio a doble cara. El profesor se quedó petrificado. El chico tenía razón en el presupuesto de hecho. La sensatez de la protesta cundió como una excusa de pólvora en el resto del alumnado. Cuando el ruido y el desorden parecían abocar a la huelga, el profesor mandó callar, tomó una tiza y abrió una llave en la pizarra a tres posibles soluciones. Primera: si repetía las fotocopias, el daño medioambiental sería mucho mayor. Segunda: si sólo hacía una copia para el disidente, lo convertiría en el único culpable de una lesión ecológica innecesaria. Y tercera: el profesor aceptaba su error y se comprometía a no cometerlo más en lo sucesivo.

Yo fui a la huelga más necesaria y estéril de la democracia española. Lo hice convencido de sus raíces enfermas y de sus alas rotas. De la crisis de representatividad social de los sindicatos y de la nula repercusión práctica a corto plazo. Pero fui. Consciente de la irresponsabilidad ética que contraía de no hacerlo para con mis hijos y mi salud mental. Han sido demasiadas las veces que el sindicalismo institucionalizado calló cuando le repartieron los folios duplicados. Y somos muchos los niños que nos dimos cuenta de este silencio cómplice y reiterado hasta la náusea. Todos los vimos pasear el primero de mayo de la misma mano que ahora muerden. No abrieron la boca después de los planes infames que rescataron con nuestro dinero a la banca. Ni cuando limosnearon a unas pocas empresas y trabajadores de la construcción para manipular las primeras estadísticas de la crisis. Ni cuando congelaron las pensiones y recortaron los salarios a los empleados públicos. Ni cuando secuestraron el futuro de los jornaleros condenándolos de nuevo a la emigración. Ni cuando se superaron los cuatro millones de desempleados, una cuarta parte de ellos sin recibir prestación familiar de ninguna clase. Ni cuando claudicaron más de medio millón de autónomos, más trabajadores que empresarios de sí mismos… Ahora protestan con razón. La última reforma laboral confirma el desmantelamiento galopante de un modelo de Estado social por el que muchos de nuestros antepasados se dejaron la vida. Empezando por el abuelo republicano del que la ha perpetrado. Las corbatas provocan amnesia.

En las afueras del Congreso los sindicalistas gritaban no sentirse representados por los diputados. Como muchos tampoco nos sentimos representados por quienes reclaman fotocopias exclusivamente para ellos. La huelga fue tan necesaria como tardía, tan justa como inútil, sino viene acompañada de una profunda reflexión sobre la enorme crisis de representatividad de nuestras instituciones democráticas. No negamos su existencia en una sociedad anestesiada. Pero ya estamos hartos de partidos y sindicatos con dos caras. Hay más.

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