El pasado domingo los votantes portugueses dieron una mayoría absoluta a los socialistas para que António Costa forme gobierno en solitario. Los vecinos han apostado por la estabilidad. En cambio, el pasado jueves nuestro polarizado Congreso de los Diputados vivía una de sus jornadas más bochornosas: un acuerdo para reformar la legislación laboral suscrito por las organizaciones sociales más representativas del país se aprobaba gracias a un rocambolesco error de un diputado del PP. Lo ocurrido es una patente demostración de que la brecha entre el parlamento y la sociedad cuya soberanía representa es cada día más profunda. La aprobación era también una condición necesaria de la Comisión Europea para acceder a los cuantiosos fondos que representan para nuestro país una oportunidad única. El PP puede argumentar que los partidos de la mayoría de la investidura han preferido marcar territorio en lugar de apoyar un acuerdo que mejorará las condiciones de los trabajadores.

No le falta razón, pero de esos partidos no cabe esperar sentido de Estado, a diferencia de una fuerza de gobierno como el PP que sí está obligada a tenerlo. Que la ley reformada sea suya no justifica su negativa a la reforma: Rajoy la aprobó de forma unilateral, con el respaldo de una mayoría parlamentaria de casi cien escaños más de los que hoy tiene Casado. Algo que debería hacerle reflexionar. Los recortes en los derechos de los trabajadores se justificaron por la gravísima situación de paro y planteando la disminución de costes laborales y la consecuente precarización como principal palanca para salir de la crisis. La reforma contribuyó de forma decisiva al aumento de las desigualdades y a la inestabilidad laboral. Una década después, el cambio de escenario económico y político justifica sobradamente su reforma, o su derogación como planteaban los sindicatos y los partidos de izquierda. Se le puede reprochar a los socios de gobierno haber incumplido su compromiso de derogar la ley. Pero optar por el acuerdo entre sindicato y patronal, que generará mayor estabilidad y certidumbre, supone un ejercicio de responsabilidad. El acuerdo es bueno para España, pero sus beneficios no son incentivos suficientes ni para el PP, ni para Vox, ni para el independentismo. El lado bueno de la votación es que la transversalidad de los votos favorables supone una quiebra, me temo que momentánea, del bibloquismo que ha permitido avistar que hay vida más allá de los de los bloques y de las fuerzas polarizadoras. Lo dicho, ¡viva Portugal!

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