Carta a los Reyes Magos: los regalos de verdad que necesita un niño
¿Y ahora?
Era perfectamente previsible que las elecciones del pasado jueves no iban a solucionar la cuestión catalana pero al menos se albergaba la esperanza de que podían ser el principio de la solución. Lamentablemente, no ha sido así. No solo hemos vuelto a la casilla de salida, sino que parece que esa casilla ha sido el inicio de un camino equivocado que nos lleva a ninguna parte. Corremos el riesgo de quedarnos en la espuma del problema si nos dedicamos a hacer un análisis pormenorizado de los resultados o a elucubrar con las combinaciones que se presentan para formar gobierno. Porque lo realmente importante ha sido que se mantienen los dos bloques de acero, indestructibles, impenetrables y sin concesiones a entendimientos. La triste realidad es que la batalla electoral se ha centrado en ver como en cada uno de los frentes se repartían los votos y como los intentos de buscar vías intermedias han fracasado. La lectura trágica de los resultados es que no se trata de defender o no una nueva frontera al norte del Ebro como sueñan los soberanistas, sino que esa frontera está en cada plaza, en cada calle y en cada familia de Cataluña. El panorama postelectoral no puede ser más inquietante. Ni la mayor participación ni la aplicación estricta de la ley ni el fraccionamiento de las fuerzas de una y otra posición han conseguido diluir en una micra la profunda división de la sociedad catalana que, con empecinamiento y reiteración, muestra la fractura social y política en cada proceso electoral desde 1999.
La cuestión que se le plantea a la sociedad española es decidir si hay que resignarse a mantener a una de sus principales comunidades autónomas partida en dos mitades irreconciliables y asumir el problema como irresoluble o merece la pena caminar por senderos arriesgados que vislumbren otra forma de resolver la cuestión. Cierto que la otra parte, los independentistas, también tiene que hacer una reflexión parecida, pero las responsabilidad llama a que esta parte sea la que dé el primer paso. Queda ahora un endiablado camino judicial que inevitablemente echará más sal a las heridas, pero la resignación y el fatalismo sería la unica posición que no nos podemos permitir. Lo hecho hasta ahora se ha demostrado insuficiente y solo con imaginación y generosidad puede encararse el problema, aunque para ello haya que superar rigideces y dogmas que parecían inmutables. Por eso, ahora sí, la comisión para la reforma de la Constitución adquiere todo su sentido. O nos resignamos a convivir con el problema catalán para siempre.
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