Feria de Málaga

Razón de jauría en la ciudad invisible

  • La Feria se dispone a sorber los decisivos (es)tragos, con mayoritaria presencia de los acólitos del 'botellón' en el centro durante el día, entrada sin excesivo fuelle en el Real y la evidencia de que esto dura demasiado.

Viendo a la docena larga de cachorros que en la calle Martínez daban ayer saltos de alegría al son de Del barco de Chanquete y de los improperios más diversos a Sevilla y a todos sus hijos, un servidor imaginaba ayer a Marco Polo perdido en semejantes ambientes. Pero no al Marco Polo histórico, sino al que reinventó Italo Calvino para su fabulosa novela Las ciudades invisibles. ¿Qué contaría el marino, fatigado tras años de oleajes y hambruna, al Gran Kan sobre lo observado y vivido en esta ciudad, si su estancia en Málaga se hubiera ceñido a la Feria? Pues algo, supongo, como lo que sigue (perdonen los lectores de Calvino la infamia que dispongo a cometer a continuación, pero sí, voy a parafrasearlo y a quedarme tan ancho): "En la ciudad llamada Málaga todo el mundo parece vivir como si fuera a morir a la hora siguiente. La villa, de hecho, es una expresión urbana del Ave Fénix: cada noche muere sepultada entre basuras y al día siguiente comienza la misma decadencia que la sume en su anticipado final.

En las calles y plazas del centro, nativos y visitantes, especialmente los jóvenes, beben, cantan y bailan con una urgencia extrema, como obligados a celebrar hasta las últimas consecuencias alguna revelación fundamental, pero nadie sabe cuál. Los mayores se divierten con bailes y músicas más tradicionales, y los niños simplemente esperan el momento en que alguien les haga caso. Esta ciudad parece haber olvidado por completo la razón de su existencia, su origen, su idiosincrasia, su historia, su personalidad. Sus habitantes amnésicos se retuercen de risa hasta el amanecer sin idea de sí mismos. Pero, llevados seguramente por este olvido extremo, han construido en sus afueras una réplica de la misma ciudad, llena de luz y color, para que la fiesta celebrada durante el día continúe allí durante la noche. Convertida así en un perpetuum mobile, Málaga es una orgía que parece insobornablemente feliz en su desvarío, en el menosprecio gratuito a su identidad".

La jornada de ayer siguió la tónica habitual de los jueves de Feria:  afluencia contenida, no precisamente excesiva, a la espera de la traca final que acontecerá a partir de hoy. Las previsiones poco estimulantes de los comerciantes y hosteleros parecían ir por tanto en la dirección correcta, aunque habrá que esperar a los balances oficiales (los balances oficiales, por cierto, deberían inscribirse, al menos en su mayoría, en el muy respetable género de la ciencia ficción). Mientras tanto, como apuntábamos recientemente en estas páginas, el menor número de feriantes parece dar más visibilidad a los botellones, y eso, de hecho, es lo que hubo ayer: sí, cierto, hubo sevillanas, verdiales, platos de jamón y vestidos de volantes, pero todo demasiado discreto frente a la algarabía borracha que cruzaba desde la Plaza de la Marina hasta Puerta del Mar, desde la Plaza del Obispo hasta la calle Cister, desde la Plaza de Jerónimo Cuervo hasta la calle Granada. La novedad es que ayer se multiplicó la vigilancia policial, con sus consecuentes registros, detenciones e incautaciones. La herida por arma blanca que sufrió un joven la madrugada de ayer en el Real disparó las alarmas, y había que ver a los agentes conduciendo a la masa, pidiendo documentaciones, llevándose botellas de bebidas alcohólicas y, en fin, pretendiendo imponer el orden donde no había orden posible. Y es curioso, porque andando por ciertas calles uno parecía encontrarse en otra parte, en una ciudad que no era Málaga, tal vez otra que se ha empeñado en taparse, en camuflarse y hacerse pasar por una impostora. Málaga tiene en la Feria su singular vocación de sosias. Igual que los cantaores improvisados que florecen en todas las esquinas con sus repertorios de Bambino y Mari Trini, los incansables ligones que terminan tirando los tejos a las farolas a ver si tienen más suerte, los acólitos del Cartojal y el rebujito, los aficionados taurinos que gustan de ponerse flores en el pelo y la camisa por dentro para ir a la Malagueta, los padres que rebajan la asignación de carricoches a sus hijos, los adolescentes que pueblan las ambulancias, los consumidores de cualquier producto sólido que pueda llegar al estómago y los pacientes que cada noche guardan cola en las paradas de la EMT a la espera de algún autobús que los lleve al Real. Todos constituyen una jauría excesiva que se hace pasar por otra.

Llegados a este punto, en el que la evidencia de que esto dura demasiado es contundente como un axioma pero en el que, a la vez, uno parece haberse acostumbrado y tolera mejor la enfermedad, quizá lo más razonable sea pedir de una vez que la Feria dure todo el año, sin interrupción. A ver si en esa otra Málaga, inconsciente, alguien llega a ser feliz. 

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