El parqué
Continúan los máximos
El último día de Feria siempre tiene un sabor distinto. Málaga entera parece haberse citado para exprimir las últimas horas de fiesta, como si nadie quisiera reconocer que el verano también empieza a dar la vuelta a su reloj. Y es que las despedidas siempre son difíciles. La Calle Larios se convierte en un río humano, todos felices, queriendo disfrutar de los últimos instantes. En la plaza de la Constitución, los cantes por flamenco se entrelazan con las guitarras, y las palmas marcan un compás que parece no querer acabarse nunca.
Allí, la estampa se repite de metro en metro: el vino dulce corre de mano en mano, mientras los verdiales ponen banda sonora a las últimas horas de celebración. "Aquí se siente la Málaga auténtica, la de siempre, la que canta y baila a plena luz del día", comenta una mujer mayor a su grupo de amigos a la sombra, mientras palmean al ritmo de la panda de verdiales.
A unos kilómetros de distancia, el Real se despereza con un aire festivo que se resiste a apagarse, como si todos los amantes de la feria quisieran detener el tiempo y prolongar un poco más la magia de su semana grande. Porque la Feria de Málaga, incluso cuando ya se intuye su adiós, sigue siendo un festival lleno de música y vida.
Las casetas se llenan pronto, con brindis que suenan a una promesa de volver a repetir el año que viene. Amigos que llevan toda la semana encontrándose vuelven a abrazarse, a bailar como si no hubiera un mañana, a pedir otro plato de paella, como si no hubieran sido suficientes las raciones gratis de toda la semana. Cada mesa, a mediodía, es una celebración y, entre los manteles con lunares y las copas de vino dulce, se alarga la conversación de quienes saben que después solo quedarán anécdotas.
El calor, aún persistente con el bochorno propio de las últimas semanas de agosto, obliga a refugiarse bajo los toldos y dejar que la tarde pase despacio. Los abanicos no cesan, batiendo el aire con energía, y en las avenidas las mujeres de lunares, los niños con globos y los caballos engalanados siguen componiendo ese cuadro que solo el Real sabe dibujar. A medida que cae la tarde, la Feria se vuelve un espacio más lleno. Se baila con más intensidad, se canta con más fuerza, y cada paso tiene algo de despedida.
En las calles se mezclan músicas distintas: un reguetón que se impone en una caseta joven, un flamenquito que resiste en otra, incluso la caseta de verdiales está llena de malagueños. Esa diversidad, que a veces sorprende a los más nostálgicos, es también la imagen viva de una Málaga abierta, capaz de rendirse a la tradición más pura y, al mismo tiempo, a los ritmos más actuales.
Los niños, ajenos a la palabra despedida, corren de un lado a otro y suben una y otra vez a las atracciones. Para ellos la Feria sigue siendo infinita, como lo fue alguna vez para quienes ahora miran el Real con ojos adultos, conscientes de que estas horas son las últimas. El Real, que ha sido casa de fiesta durante nueve días, empieza a despedirse lentamente. Pero la noche es joven y la Feria, como el verano, siempre encuentra la manera de regresar.
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