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La Feria de Málaga regala al caminante momentos impagables de humor goloso. Y no me refiero a aquellos años inolvidables en los que actuaban Miguel Gila y Eugenio en la Caseta Municipal, sino a los episodios imprevistos con los que uno se topa en la acera. El mejor chiste de esta Feria lo cuentan los anuncios luminosos diseñados por el Ayuntamiento que advierten a los viandantes del peligro que entraña consumir alcohol en exceso: comas etílicos, peleas, malestar general y hasta la adopción de parásitos. Ya sabes, vienen a decir, si bebes puedes sufrir todos estos males. Imagino a la tardoadolescente invadida de acné que ayer apenas podía sostenerse en la Plaza Uncibay, ayudada por dos amigas no mucho más frescas que la presunta, denunciando a Cartojal por no haber dejado por escrito lo mismo en la etiqueta de la botella: "¡Bebí tanto que me entraron ganas de tirarle a mi amiga del pelo, pero ustedes no me advirtieron de que algo así podía ocurrir!" Igual que los que en su día denunciaron a McDonald's porque nadie les dijo que toda aquella piltrafa acartonada engordaba más que la carrillada ibérica. Pero la situación es más delicada a cuenta de la crisis: en algunos badulaques no precisamente alentadores un servidor ha visto esta Feria a consumidores talluditos (el problema no consiste sólo en vender la priva a menores de edad) adquiriendo poco menos que matarratas a precio de agua del grifo embotellada para tirar toda una jornada de botellón por dos euros. Y claro, pasa lo que pasa. Por eso lo del Gran Hermano municipal advirtiendo al personal de que no se pase con el vino después de recomendar la visita a la actual exposición de la Fundación Picasso tiene mucho de guasa. La Feria de Málaga 2012, que por cierto acaba hoy, alabados sean Alá y su Profeta, será recordada como una fiesta pobretona, de lata de cerveza comprada en el Día por 30 céntimos y compartida con la plebe para su mayor permanencia en el tiempo, de plato rebañado a conciencia con la última rodaja de pan, de avituallamiento servido desde casa en nevera portátil y no pidas niño no pidas que está la cosa muy mala. Un simple sondeo efectuado ayer a pie de grifo, como el que pueden leer en la página 20 de este ejemplar, basta para concluir que esta edición ha contado con una afluencia notable, similar a la de los últimos años, pero con un gasto per capita radicalmente inferior. No podía ser de otra manera. Los nostálgicos de la Feria de los años 80 han tenido así motivos para el deleite, con el bocata de las reservas Prolongo metido en el bolso, como toda la vida, por más que el botellón y el cargamento orgánico disuelto en los bordillos constituyan la mayor aportación del siglo XXI a la fiesta.
De modo que, bueno, ayer viernes se notaron las ganas de quemar los últimos cartuchos, de no quedarse rezagado, aunque fuera con los céntimos contados, lo que ya es penoso. Claro que bailar al son de las casetas y liarse a contar chistes malos es gratis, y lo seguirá siendo hasta que Merkel ordene lo contrario. Donde sí se ha notado más que los feriantes andan a dos velas es en el Real del Cortijo de Torres, especialmente durante el día: la afluencia sí ha sido allí decididamente menor y los pocos que han acudido se han pensado mucho lo de consumir un refresco para tener derecho a una degustación gastronómica gratuita. Ver los desfiles de caballistas en pleno mediodía, con todo el calor, cual desierto de Nazca a falta de pistas de aterrizaje para extraterrestres, solos solísimos, constituye un ejercicio tan ruinoso como desalentador. Es cierto que hay que (re)pensar la Feria entera, y que posiblemente lo más honesto sea su extinción; pero, mientras tanto, cabe preguntarse qué sentido tiene mantener el Real de día en semejante abandono mientras el centro se convierte en un charco de alcohol barato. De cualquier forma, queda un día para arder a gusto. Barra libre.
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