Close | Festival de cine de Sevilla

La respiración y la culpa

Gustav De Waele y Eden Dambrine en una imagen del filme.

Gustav De Waele y Eden Dambrine en una imagen del filme.

Con apenas dos largometrajes, Girl y este Close premiado en Cannes, el belga Lukas Dhont se sitúa ya en primera línea de ese cine europeo de calidad y audiencias de amplio espectro que recoge el guante de sus padres (de Pialat al mejor tramo de sus compatriotas Dardenne) para abordar asuntos complejos y etapas de tránsito desde una mirada que busca entender y capturar desde dentro la vibración de los jóvenes en periodos cruciales o ante situaciones excepcionales.

Partida en dos sin posibilidad de vuelta atrás, Close aborda primero la relación de amistad y atracción entre dos chavales de 12 años cuyo vínculo de juegos, complicidades y carreras se prolonga en los primeros días del curso escolar. Ahí donde un mal cineasta hubiera subrayado el conflicto o el roce por venir, Dhont deja que la energía de los cuerpos y su respiración vayan marcando el rumbo y el tono de un paulatino desencuentro donde el contexto educativo y la masculinidad normativa (el deporte, el gregarismo) van separando poco a poco a la pareja y su particular burbuja de intimidad.

Para cuando llega el hachazo fulminante a mitad de metraje, Close ha desarrollado ya un método de acercamiento y una sutileza que no se van a quebrar en su segunda parte, que será ya la de la elusiva gestión del dolor y la culpa de un muchacho al que Eden Dambrine presta una de esas interpretaciones conmovedoras imposibles de domar con el oficio. Y va a ser a partir de ese momento cuando el filme aguante con paciencia y solidez en los contornos de su meollo central, en esa negación, ese encierro y esa aceptación sostenidos sobre las rutinas de un vacío rellenado con silencio, acción y desgaste físico hasta la extenuación y la catarsis.

Filme de emociones auténticas y contenidas, magistralmente concebido en la duración justa de sus escenas y el preciso corte de montaje, Close apunta al corazón mismo del drama identitario desprovista de sus artefactos más explícitos y manipuladores. Incluso la hermosa música de Valentin Hadjadj parece formar parte orgánica de una respiración interna del relato que no supera nunca los límites de todo aquello que su protagonista retiene casi hasta el último instante.