Árboles en la Luna

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lQuién lo iba a decir: la vida vegetal parece tener más futuro en nuestro viejo satélite que aquí abajo

Los universitarios malagueños saben bien dónde vale la pena plantar semillas

Plantación de nuevos árboles en Camino de los Almendrales, el pasado otoño. Un ensayo para cuando lleguemos al Mar de la Tranquilidad.
Plantación de nuevos árboles en Camino de los Almendrales, el pasado otoño. Un ensayo para cuando lleguemos al Mar de la Tranquilidad. / Málaga Hoy
Pablo Bujalance

26 de marzo 2017 - 01:37

Hay noticias que le dejan a uno con el café frío en la taza. Resulta que tres estudiantes de biología y de ingeniería de la Universidad de Málaga (llamémoslos por sus nombres: Gonzalo Moncada, Julián Serrano y José María Ortega) están desarrollando un proyecto para investigar las posibilidades de éxito de la vida vegetal en la Luna. El invento pasa por enviar semillas al satélite y plantarlas allí para comprobar si sobrevivirían y, más aún, si las plantas en cuestión crecerían con una gravedad seis veces menor que la terrestre. También quieren saber nuestros intrépidos científicos si los especímenes serían capaz de realizar la fotosíntesis en condiciones muy distintas respecto a la luz natural. Ellos están convencidos de que sí: la menor gravedad, afirman, facilitaría el transporte de nutrientes desde el tallo hasta las hojas y, por tanto, el crecimiento. Pero claro, una vez expuesta la hipótesis falta la demostración material del supuesto, que pasa por enviar al espacio una capsulita con las semillas para que se inserten en el suelo lunar. Si esto fuera así, a manera de segunda parte del proyecto, sería posible controlar desde la Tierra plantaciones en la Luna que habrían de constituir bases de alimentación si algún día las cosas se pusieran aquí demasiado feas y hubiera que largarse a bordo de un cohete más allá de la atmósfera (por cierto, ¿recuerdan que en la película Marte, de Ridley Scott, el astronauta que se queda allí perdido logra sembrar patatas? Pues hace poco salieron otros científicos a decir que algo así sería posible y, más aún, deseable). Hasta hace dos días, todo lo relativo a la terraformación (intervención directa en ecosistemas extraterrestres para transformarlos en terrestres con el fin de asentar en los mismos poblaciones humanas) era una cuestión de la ciencia-ficción pura y dura (si no lo han hecho ya, lean la estupenda Trilogía de Marte de Kim Stanley Robinson, donde se detalla todo de forma amena y bien clarita), pero ahora tenemos a universitarios malagueños dispuestos a sembrar garbanzos en la Luna. Es decir, que el órdago no nos podía pillar más cerca. Mientras el mundo se vuelve loco, igual conviene ir apartando el tocino que habremos de llevarnos para que con lo que haya crecido allí arriba podamos guisar un cocido cuando llegue el momento. Al cabo, los huertos urbanos han convertido estas cosas en pasatiempos para yuppies encantados de verter en el sofrito los tomates crecidos en sus patios y solares. Por otra parte, en las áreas de Túnez y Argelia que lindan con el Sahara, los agricultores ya lograron hace muchos siglos crear toda una industria de frutas y hortalizas en condiciones climatológicas que no deben ser muy distintas de las de Venus. En el fondo, todo esto está ya más que inventado.

Porque lo extraordinario, lo verdaderamente milagroso, quién lo iba a decir, ya no es plantar una mata de apio en la Luna, o unas alcachofas, o unas habichuelas, ni siquiera un limonero, por no hablar de una palmera: lo que resulta cada vez más raro es que haya árboles aquí abajo, en Málaga. La misma Málaga desde la que tres universitarios con ganas de comerse el mundo están abriendo camino. Lo maravilloso será ir un día por la calle y toparse con una higuera, con una encina, o una acacia. Y qué me dicen de un algarrobo, o un olivo. Y si hablamos de un almendro, igual hasta me entran ganas de llorar. Tenemos naranjos, algunos, sí, bueno, de ésos que dan naranjas amargas, con las que se puede hacer mermelada. Pero Málaga es una ciudad cada vez menos verde y a nadie parece preocuparle en exceso. ¿Habría sido muy descabellado, un poner, plantar árboles, pero árboles de verdad, en el entorno del renovado Palacio de la Aduana? Espacio hay de sobra para una recachita en la que uno agradezca la sombra. ¿Era necesario prolongar el sequeral de la calle Alcazabilla hasta el mismísimo Paseo del Parque? Pero no: el Ayuntamiento se lió a plantar el pasado otoño cinco mil árboles en los bosques periurbanos, con foto protocolaria en el Camino de los Almendrales incluida; pues bien, buena parte de los retoños, incluidos los de la misma zona norte, han quedado barridos por las intensas lluvias. Y no pasa nada. Si hablamos del área urbana, sin peris, poner un parque sigue pareciendo una excentricidad. Mejor eleven rascacielos. Que nos lleven a la Luna, de paso.

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