La crónica | Martes de feria

Del 'Big Bang' y los agujeros negros: todo bien atado

  • La Feria recobró ayer su mejor pulso en una jornada a tope proclive a los contrastes y también a las paradojas

  • Más que trasladarla a septiembre, igual lo preferible sería prolongar todo esto hasta entonces

Mientras la Feria del Centro se llena de consejeros de la Junta, un tipo intenta cazar palomas en la Plaza de los Mártires con un gorrito de paja. A pesar de su sonoro fracaso, recibe el aplauso del corrillo que le jalea entusiasta y responde con una esforzada inclinación teatral. Muy cerquita, de camino a Mitjana, una mujer gitana, vestida de manera humilde y con zapatillas de invierno, pide unas monedas con un vaso de plástico en la mano a todo el que se le pone a tiro. Se arrima sin reparos a cuatro veinteañeros con el torso desnudo, les planta el vaso, les pide una ayuda y los mendas, visiblemente borrachos, empiezan a bailar en corro a su alrededor, lolololó, mientras al lado de la escena una presunta no menos borracha les ríe la gracia. Unos veinte minutos antes, en Lagunillas, tres andobas caminaban en fila india en plan amenazante, retando con la mirada a cualquiera que se les cruzara, y el de en medio, desprovisto también de camiseta, afirmaba en voz alta con acento de Perpiñán, sin dirigirse a nadie en concreto, mientras la comitiva se encaminaba a la Cruz Verde por la plaza de Miguel de los Reyes: "Necesito cuatro gramos". Ahora, es una especie de activista hiperfeliz con una larga falda amarilla y la blusa torcida la que se me acerca con sus ojeras dignas del arquitecto de Salomón y su dentadura incompleta para preguntarme si tengo maría para compartir con ella; le respondo que no y acto seguido me pregunta cerrándome el paso si tengo dinero, a lo que ya no respondo. Son las cuatro de la tarde y las calles están a rebosar. Tras la afluencia mucho menos abultada del lunes, la víspera de festivo ha ejercido el atractivo previsto y da la impresión de que nadie ha querido quedarse en su casa. Resulta complicado abrirse paso en Compañía, donde un feriante demasiado pasado de rosca vomita en las jardineras instaladas frente al Museo Carmen Thyssen como si el arbolito estuviese puesto allí para eso mismo. La Plaza de la Constitución está hasta arriba con la música de los Flamenkitos, en una fiesta monumental en la que el personal baila y salta al compás sin complejos y con muchas ganas de pasarlo bien. En medio del gentío, un colega con gafas de sol y patillas ridículas decide bajarse el bañador y dejárselo a la altura de las rodillas. Sorpresa: no lleva nada debajo, así que asistimos a un ejercicio de exhibicionismo gratuito. Al parecer, según comenta un prójimo, lo de quitarse los calzoncillos constituye un deporte cada vez más habitual en el mismo corazón de la Feria. Lo curioso es que nadie parece incomodarse, nadie llama la atención sobre este homínido enclenque que mueve las caderas con todo al aire: el mundo entero baila como si su vida dependiera de ello. Ante semejante éxtasis, uno se pregunta, ante la sugerencia de Juan Cassá de trasladar el chiringuito a septiembre, si no sería mejor mantenerlo directamente en vez de desplazarlo, tener una Feria que durase un mes en lugar de diez días y culminar por todo lo alto con la fiesta de la Patrona. Los aquí presentes lo aprobarían, sin duda. Y los turistas dispondrían de más opciones a la hora de organizarse para no perdérselo.

A poco que se avanza por la calle Larios se escucha hablar a familias y amigos en los más diversos idiomas: francés, inglés, portugués, catalán, alemán, ruso y otros irreconocibles por el cronista. Los guiris posan concienzudamente frente a la roja portada tocada de biznagas para dar cuenta de sus méritos a sus allegados, y entonces cabe pensar en la Feria de Málaga como un agujero negro: una enorme masa concentrada en un lugar tan pequeño que genera una fuerza gravitacional, de la que nada puede escapar. Ningún elemento que se aproxime será capaz de salir después: quedará irremediablemente engullido, incorporado, asimilado, venga de donde venga, hable la lengua que hable. Semejante voracidad, sin embargo, se resuelve en lo que a tradición se refiere en una convivencia sencilla y sustentada en una normativa bien clarificada: aquí los protagonistas son los aborígenes, que son los que saben disfrutar de la Feria, mientras que a los turistas les corresponde quedarse mirando (como mucho, podrán ponerse una peineta para salir más graciosos en la foto). En las zonas del botellón, sin embargo, el precepto es considerablemente más democrático: todo el personal es bienvenido y en igualdad de condiciones mientras sea capaz de mantenerse en pie. La plaza de Uncibay está a reventar y resulta imposible caminar por el suelo encharcado sin propinar patadas a bolsas, plásticos, vasos y botellas. Eso sí, advirtió en su día Stephen Hawking que determinadas partículas sí logran salir de los agujeros negros, un fenómeno que las ondas gravitatorias permitirán conocer con mayor precisión ; del mismo modo, cuatro amigas de madurez deteriorada van de la mano por Molina Lario, con lágrimas en los ojos y la mirada perdida, empapadas de la cabeza a los pies, descalzas dos de ellas y con una cogorza tan certera que parecen ir encogiéndose a cada paso. Sin mediar palabra, abren las puertas de un taxi y se meten dentro con la esperanza de llegar cuanto antes al hotel en el que puedan tumbarse y reponer fuerzas. Justo al lado, un coro canta por sevillanas a golpe de guitarra y tambor y las mujeres alzan sus brazos con la misma gracia que conquistó a Plinio El Viejo. De la Feria de Málaga se puede salir, sí, aunque otra cosa es que se quiera. A veces, la fiesta se parece más a un Big Bang inesperado: un suceso en expansión que vulnera todos los límites. En ambos casos, por muy pintureras que se pongan las leyes de la termodinámica, hablamos de objetos caóticos. Y resulta admirable cómo la Feria de Málaga se resuelve en este caos equilibrado entre el desastre más irracional y la diversión más entera.

Hay un rumor de ambulancias continuo mientras los cuerpos de feriantes jóvenes y demasiado optimistas siguen desplomándose en Beatas, en Casapalma, en Cárcer, en Jerónimo Cuervo y en Tejón y Rodríguez. Pero hay que seguir como sea, hay que llegar al Real de la Feria aunque sea a pie. Un chaval con la raya perfecta, camisa a rayas de manga larga, pantalón corto con pinzas y alpargatitas de fantasía comenta a sus compañeros de promoción lo bien que les vendría tener a mano la puerta mágica de Doraemon, pero no parecen contar con medios para conseguirla. Esto no ha hecho más que empezar, maldita sea, vamos. En la calle Granada la puerta de la iglesia de Santiago es otra vez objeto de destrozos y de deposiciones, mientras la vaca del nuevo Ale-hop abierto justo al lado se convierte en aliado esencial para selfies y fotógrafos esforzados. Dentro, por cierto, venden a doce euros el megáfono de plástico con el que una chica canija, menuda, con gafas de sol, volantes en el vestido y cangrejeras rosas va pregonando que Luis es un mongolo, Luis es un mongolo. En la Plaza de las Flores ha dejado de tocar la Free Soul Band: se acabó el funk. No hay nada que hacer aquí, salvo que accedamos a beber matarratas. Y dormir así mil años, tal vez.

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