Calle Larios

Málaga: el plan B

  • Para ser precisos, el éxito turístico de Málaga no obedece tanto a una idea como a un hallazgo. Lo que se traduce en que no hay política. Y a ver qué hacemos cuando se acabe el chollo

Al cabo, también lo podemos considerar progreso.

Al cabo, también lo podemos considerar progreso. / Javier Albiñana (Málaga)

CAMINABA el otro día con mi habitual despiste por el centro, por la calle San Agustín, haciendo equilibrios para no resbalar en el firme recién baldeado, cuando llegué a la plaza Jesús Castellanos (la calle Granada de toda la vida, vamos) y me vi atrapado en una ratonera de la que no había forma humana de salir. El gentío se agolpaba desde Uncibay y se perdía en dirección a la Merced como si de un salchichón de Premio Guinnes se tratase. Lo primero que pensé es que debía celebrarse algún traslado, aunque no sé qué cofradía iba a cambiar de sitio a sus titulares un miércoles a las diez de la mañana. Pero luego reparé en la tipología social predominante en el rebaño y comprendí que no, que no había salido ninguna imagen de Santiago, que no hacía falta. Únicamente habían confluido en tan breve trecho varias excursiones turísticas y no había manera de dar un paso. Los guías intentaban no perder a sus clientes dando voces y agitando con avidez paraguas, folletos, banderines y cualquier objeto que les permitiera pasar advertidos entre la muchedumbre. Mientras, el personal casi se daba de tortas por ver la iglesia en la que Picasso recibió el bautismo, lo que, como todo el mundo sabe, resultó determinante en su formación artística y humana (fue Dora Maar, creo, la que afirmó que Picasso, como todos los españoles, era una mezcla de católico y anarquista; habría estado genial escuchar a Dalí replicando “yo tampoco”); o tal vez lo que buscaba la mayoría era una porción de focaccia recién pasada por el microondas, acaso el desayuno perfecto para todo guiri que se precie. Lo que viene a ser un poco más o menos lo mismo. De cualquier forma, parte de la culpa del tapón lo tenía el parking para patinetes que se ha instalado en la puerta de El Pimpi, ya que al parecer otros turistas prefieren no cansarse demasiado a la hora de ir a probar sus caldos. Total, que allí metido, bajo el ruido atronador de las obras de al lado y del cantautor rockero que masacraba a Cat Stevens en la Plaza de la Judería, pensé, ya ven qué tontería, que a lo mejor Málaga no es una ciudad en la que quisiera vivir. Ni siquiera estar. Sospecho que si fuese turista y viniera a Málaga, no me apetecería volver. Porque escenas como la de aquella mañana se viven prácticamente a diario, si no en la calle Granada en Compañía, en Santa María, en Comedias, por no hablar de Calderería. Ya no se puede andar por aquí, no hay manera de ir de un sitio a otro, de evitar la masa, de respirar un poco. Tenemos una Feria permanente en la que el turismo puede alimentarse de la ilusión de ocio perpetuo, barato y medianito. En parte, si de decidir se trata, el Ayuntamiento nos lo pone fácil: Málaga es una ciudad en la que ya, directamente, no se puede vivir salvo que seas muy rico. Y no me refiero sólo al centro: prueben a buscar un alquiler en Fuente Olletas o en Carlos Haya y luego hablamos de precios. Que la ciudad pierda población cada año puede obedecer a causas diversas, pero lo que no hay desde luego son alternativas a que los ciudadanos queden progresivamente desplazados con tal de que los visitantes puedan apretarse a gusto. Y entonces, cuando comprende uno que está todo vendido, no hay más remedio que preguntarse a dónde nos lleva esto. Aunque para qué.

A menudo se habla del éxito turístico de Málaga como la consecuencia exitosa de una idea clara de ciudad sostenida por el alcalde, Francisco de la Torre. Sospecho, sin embargo, que sería más apropiado hablar no tanto de una idea como de un hallazgo. El alcalde encontró un pozo de petróleo y desde entonces se ha limitado a explotarlo. Tener una idea y poner en marcha los recursos para su aplicación es una definición válida para la política, y eso es justo lo que no tenemos: no hay medidas para los apartamentos turísticos, ni para el encarecimiento inasumible de los alquileres ni para garantizar la convivencia entre vecinos y turistas. Porque tampoco una declaración de intenciones en un Pleno se puede considerar una acción política. Sucede, luego, que cuando hay reglamentos, como el que teóricamente regula el nivel de ruido que puede producirse en el centro, se vulnera alegremente ya que el alcalde prefiere el incumplimiento y el sacrificio de derechos a tenérselas que ver con unos hosteleros que amenazan con el cierre como si de la Cruz Roja se tratase. Ahora el Ayuntamiento anuncia un bando para los patinetes, pero en diciembre anunció que los retiraría de las aceras y el resultado es que ya apenas caben más. Que no haya política significa que no hay un plan B. Lo que algunos lumbreras llaman progreso y proyección no es más que una explotación que terminará con todos los recursos agotados y sin nada más que hacer. Pero lo que no tenemos, que diría Macron, es una ciudad B. O sí. Me pido Cártama para el exilio.

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