Coronavirus en Málaga

Memoria futura de un Domingo de Ramos

  • El confinamiento se hace definitivamente adverso en este día concebido para salir a la calle, asaltar la primavera, reconocerse en el otro

  • Pero también este aciago Domingo de Ramos tendrá su sentido

Una mujer camina sola por la calle Madre de Dios durante la epidemia.

Una mujer camina sola por la calle Madre de Dios durante la epidemia. / Javier Albiñana (Málaga)

En la memoria personal, este día adquiere su rango mayor en las aceras, pisadas y recorridas con avidez desde los primeros años. En los aromas imprevistos, los inciensos, los azahares, cierta fatiga, a veces, la muchedumbre arremolinada en el entorno de la Catedral, el desayuno en una barra. A tenor de este territorio del que escribió Proust, luce un sol proverbial por más que la razón y la verdad, aguafiestas sin escrúpulos, denuncien que también contamos algún que otro Domingo de Ramos con el cielo cubierto y hasta algún chubasco. No importa: recordamos porque inventamos. Se trataba, en cualquier caso, de asaltar la primavera y dejar constancia. De compartir una inesperada fraternidad con todos los que han acudido al encuentro de la misma revelación, Málaga entera en la calle, los limones cascarúos, los niños que tocan el tambor para martirio de sus padres y, en la recámara, la certeza de que quedaba por delante toda una semana de vacaciones para hacer lo que nos viniera en gana, bajo el mismo sol, la nocturnidad igualmente tomada a pulso en la intemperie o al abrigo de la casa, de la habitación de los milagros. Acontecían luego ramas de olivo, hojas de palma y la procesión matinal de la Pollinica, la escalada a la Tribuna de los Pobres que poco a poco, con el transcurrir de los años, se fue convirtiendo en un plató de televisión, con cámaras alzadas en los más inesperados atriles, la alucinación de los turistas, la exultación barroca, la mescolanza irredenta de piedad y curiosidad, de la risa a la fe, de la fiesta al recogimiento o, al menos, su especulación conforme. Desde estos primeros rituales recordados, Málaga ha experimentado una metamorfosis brutal. En muchos sentidos cabría considerarla una ciudad distinta, más cosmopolita, más consciente del valor de sus atractivos en el mercado, más capaz, pero también más contradictoria, más extraña para los suyos, tal vez menos amable, menos favorable al encuentro. Semejante evidencia demuestra otra: nosotros también hemos cambiado. Ya no somos aquellos niños ilusos ni aquellos adolescentes, no tenemos aquellas vacaciones ni somos tan dueños de nuestro tiempo. Habría que admitir, entonces, que echar de menos aquella Málaga, la de hace treinta o cuarenta años, es echar de menos al niño que éramos, más libre, menos responsable. Heráclito tenía razón, maldita sea: Málaga no es la misma. Nosotros tampoco. Sólo nos cabe el remedio engañoso, homeopático, de la nostalgia.

El entorno de la Catedral, vacío por el confinamiento. El entorno de la Catedral, vacío por el confinamiento.

El entorno de la Catedral, vacío por el confinamiento. / Javier Albiñana (Málaga)

Pero hay algo que no ha cambiado: este día. El Domingo de Ramos se da, cada año, con la misma fórmula, los mismos ingredientes, en una repetición inalterable que precisamente en esta inercia a calcarse adquiere su mayor sentido. Y por eso, en pleno asalto contra la Historia patrimonial y la memoria compartida, ahora que Málaga podría ser una ciudad cualquiera con cada vez más determinación, erosionadas su identidad mediterránea y su singularidad portuaria entre dos mundos, esta tradición irracional, que parece retar a la ilustración a la vez que se disfraza de superstición primaria a ojos de muchos, es la que preserva, cada año, la memoria de lo que somos y lo que habitamos. Como si el río de Heráclito se detuviera, por una vez, para que todo nos resulte menos extraño. Como un amigo con el que nos reencontramos cada año y que sigue siendo el mismo niño que se desliza febrilmente por las aceras de la mano de su padre. Incluso en los domingos lluviosos, de procesiones suspendidas y lágrimas por las ocasiones arrebatadas, hemos salido a la calle, hasta hacerlo de la mano de nuestros propios hijos. Sin falta, entre el gentío, como en una celebración del tiempo que nos es dado, sean quienes sean los dioses venerados, las oraciones pronunciadas, los brindis por la salud y el futuro. Siempre igual, en un abrazo en el que podíamos, por una vez, reconocernos. Hasta hoy.

He aquí un Domingo de Ramos que no merecerá ser recordado por motivos con los que no contábamos, que no tendrá razón de ser a causa del absurdo

Porque hoy, por primera vez, no habrá río en el que sumergirse ni memoria a la que volver. Será un Domingo de Ramos sin Domingo de Ramos, en muchos sentidos, en casi todos los sentidos posibles. Un día más, un día cualquiera, otro en la penitencia del confinamiento, para quedarse en casa, esperar que las noticias sobre contagios y fallecidos permita albergar ciertas esperanzas y para llorar a los muertos entre quienes corresponda llorarlos. Lo menos parecido, al cabo, de un Domingo de Ramos. La memoria no tiene nada que hacer aquí, no hay costumbres a las que aferrarse, sólo el empeño para volver a hacer del hogar el lugar más acogedor y apetecible posible, sobre todo cuando hay niños, que tan poco parecen contar en esta guerra y que tanto están poniendo de su parte. Si de alguna forma cada Domingo de Ramos entrañaba una ocasión para empezar de nuevo, no habrá ahora más opción que resignarse. No es un capricho, sino la certeza de que este día no merecerá ser recordado por motivos que no esperábamos, con los que no contábamos, por lo que parecía imposible que sucediera. He aquí un Domingo de Ramos sin razón de ser a causa del absurdo. Nada hay más absurdo que quedarse en casa haciendo recuento de cadáveres, tantos muertos aquí, tantos allí. Afirmaba Albert Camus que el absurdo nace cuando, a partir de cierta cantidad, el número de muertos deja de sobrecoger el corazón. Cuando, de alguna forma, te acostumbras al goteo o a la masacre. Para su propia supervivencia, la memoria pasará esto por alto. Los recuerdos que se olvidan primero no son tanto malos como absurdos. En esto consiste la adaptación.

Una sanitaria observa su teléfono móvil en la puerta del Hospital Regional. Una sanitaria observa su teléfono móvil en la puerta del Hospital Regional.

Una sanitaria observa su teléfono móvil en la puerta del Hospital Regional. / Javier Albiñana (Málaga)

Escribo en una tarde lluviosa. Procuramos hacer el día lo más llevadero posible en casa. Las tareas obligadas son el mejor remedio contra el aburrimiento. Decido poner algo de música y suenan los Beatles. Paul McCartney canta: "Habrá una respuesta. Déjalo estar". Recuerdo una conferencia de Vicente Ferrer en la Universidad de Málaga hace más de veinte años. Y Ferrer contaba que esa canción, que salía de la ventanilla de un coche en Nueva Delhi, le salvó una vez de mandarlo todo a hacer gárgaras, un día de lluvia y barro en el que creyó que su trabajo no valía para nada, cuando también hacían recuento de cadáveres cada mañana. Seguramente no contaba Albert Camus con que llegaría tan severa corrección a su advertencia sobre el absurdo diez años después de su muerte: Let it be. Y entonces, sí, quién sabe: tal vez corresponda a esa memoria luminosa, reconfortada cada Domingo de Ramos, dejar hueco y recordar siempre este otro domingo de infortunio, afirmarse en este absurdo, reconocerlo y cuidarlo también, como la maceta menos noble del patio que se riega cada día sin distinción. Porque también esta epidemia, este virus, los recuentos, los contagios, los fallecidos, el confinamiento, los apuros del personal sanitario, los Ertes, la ruina de tantos, el trance que somete a esta Málaga gris y triste nos pertenecen. Este Domingo de Ramos es nuestro. El que nos toca. Y habrá que recordarlo. Ya habrá una respuesta. 

         

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