Fragmentos de una ciudad futura

calle larios

De pronto, la niebla nos brindó la posibilidad de imaginar una Málaga borrada, desaparecida, desarticulada

Y en cada banco gris la posibilidad, quién sabe, de volver a empezar de nuevo

He aquí al Marqués de Larios erigido en faro entre la niebla: a uno y otro lado, cualquier ciudad posible parece dispuesta a tomar sitio. / Javier Albiñana
Pablo Bujalance

28 de enero 2018 - 02:05

Hombre, impresionaba un poco, para qué negarlo, la perspectiva desde una calle Larios en la que no se veía un ápice de la Equitativa, como si hubiese sido borrada del mapa, o tal vez deconstruida ladrillo a ladrillo a mayor gloria del vacío. Y echaba uno de menos, no sin una punzante melancolía, la geometría implacable del edificio, la gracia de su corona triovoidal, su decadencia secular como de cetáceo varado, el formalismo riguroso por el que uno creía pasar ante su estampa como una Bucarest a destiempo. Un servidor, en su querencia italocalvinista, profesa el credo según el cual las ciudades son libros que pueden leerse como corresponde, página tras página, con sus tramas principales y secundarias, sus protagonistas y sus intrigas, aunque, como entes vivos, uno crea a veces que la historia va por un sitio (la propaganda, el autobombo, el discurso mayoritario, el chauvinismo y los trucos de baratillo siempre han funcionado bien en estos asuntos) cuando en realidad va por otro. Resultó que, a poco que llegaras a la Plaza de la Marina, el Paseo del Parque también había desaparecido por completo, mientras que de la Alameda tampoco se veía mucho más allá de la escultura del Marqués de Larios, que ejercía su labor de faro y de frontera, olvidado su pasado subacuático y reivindicado en su gloria pionera. Justo entonces me confirmaban que desde el parque de Chiquito de la Calzada en Huelin no se veía ni una mijita de la torre Mónica, que está como de aquí a la mesa de mi compañera Victoria Bayona. Y que el aeropuerto había cerrado porque no había manera de aterrizar los aviones como Dios manda aunque cambiaran a los pilotos por astronautas rusos. Entonces, guiado por mi habitual fiebre infantil, me hice una pregunta de lo más tonta: ¿Y si de pronto a este libro que es Málaga le faltaran páginas? ¿Y si, entonces, pudiéramos escribir en los huecos en blanco lo que nos diera la gana? ¿Y si Cánovas del Castillo nunca hubiera movido un dedo por el Paseo del Parque, si nunca hubiera existido, si ahí no hubiera nada y pudiéramos poner en el mismo hueco, yo que sé, un sambódromo, un anfiteatro romano, una colonia de food trucks, una pista de patinaje sobre hielo, un huerto urbano, un bosque o una playa artificial? Guiado entonces por mi entusiasmo, resolví dar una vuelta y repetir la experiencia en otros sitios, como un Bastián Baltasar Bux cegado por la Nada. Y no saben lo placentero que resultaba pararse al ladito del CAC sin vislumbrar un ápice del cauce seco del río, inundado del banco gris de niebla a modo de nueva página en blanco. ¿Y si esta desembocadura condenada a la desgracia no hubiese estado nunca? ¿Qué colocaríamos en lugar de tanto hormigón estéril? ¿Un río con agua? ¿Un boulevard? ¿Un parking? ¿Un homenaje a las víctimas del franquismo? ¿Recordaríamos aquella cicatriz que una vez partió la ciudad en dos sin que nadie hallara remedio, o quedaría nuestra memoria desprovista de tan prescindible recuerdo?

Ser malagueño significa, muchas veces, afrontar la tentación de reescribir la ciudad en la que se vive. La lectura de estas páginas es paradójica, incómoda, imprevisible: discurre por cauces en los que uno se reconoce sin reparos y también por otros en los que uno se siente un extranjero. Por eso, la niebla, tan vinculada tradicionalmente al pánico por cuanto esconde, pareció aquel día encender una luz sobre lo que Málaga podría llegar a ser si alguna vez nos pusiéramos de acuerdo en comenzarla de nuevo, como fenicios recién llegados a sus costas. Seguramente tanta niebla resultó de agradecer por cuanto Málaga no es una ciudad muy dada por su morfología a intervenciones de gran calibre, aunque nunca faltan entusiastas dispuestos a pasarse esta morfología por donde ya saben y plantar una mastodóntica torre en el Puerto que ojalá mantenga la niebla bien oculta de forma perenne. Se podría emular a José Ángel Valente y hablar de los fragmentos de una ciudad futura. No hay punto final que valga.

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