Gallina ciega y abanico en el escote

La fiesta cuenta sus fronteras, a veces discretas, tanto urbanas como humanas

Pero en la esquina menos prevista queda patente que aquí hay tantas ferias como feriantes

Verdiales, compás y cintas de colores: la conjunción es así de simple. / Jesús Mérida
Pablo Bujalance

15 de agosto 2017 - 02:04

Cuatro cuarentones vestidos de blanco, como si acabasen de hacer la primera comunión, atraviesan la calle Comedias con sus vasos de a litro. "Esto está muerto, tío, vamos a otra parte", dice el más alto, moreno como una castaña. Tiene razón: el ambiente es aquí el propio de un domingo cualquiera por la tarde. Sólo un poco más hacia el sur, ya cerca de Santa Lucía, cuatro jovencitas feriantes dispuestas a emborracharse de lo lindo según el lema que lucen en sus camisetas acaban de descubrir que el tinto de verano que les han vendido está más congelado que la Isla de Fuego, así que abren las botellas con intención de extraer el hielo y terminan derramando el Don Simón en la acera. Pero a un tiro de piedra, en Uncibay, la bacanal es la misma desde que empezó la Feria, con descamisados tocados con sombreros mexicanos de ala ancha y pasadísimos de rosca, buitres de alas aún más anchas en busca de presas fáciles, fieles futboleros capaces de discutir a voz en grito sobre la victoria del Madrid y no perder el hilo a pesar del tronío y una moza de Mango que se ha vendado los ojos con la camiseta de un colega para jugar a algo parecido a la gallinita ciega con sus compis de pandi, aunque todo apunta a que no le haría falta cerrar los ojos. De vuelta a este otro lado, la Feria adquiere un carácter más diluido, como de frontera borrosa. En el Muro de San Julián alguien se acaba de fumar un joint como para derribar a Toro Sentado al calor de la música que llega desde la Plaza de San Pedro de Alcántara, donde un grupo de rock acomete por Maná. Pero en la Plaza de los Mártires un grupo de mujeres, vestidas todas de gitana y armadas con tambores, cantan y bailan hasta conformar un corrillo admirado tanto por vecinos cómplices como por guiris entusiastas. Son ya casi las cinco de la tarde, pero nuestras señoras favoritas de la Feria siguen su marcha, abanico en el escote y palmas por doquier, como si fueran las diez de la mañana y la fiesta acabase de empezar. Mantienen el compás firme, dale que dale, como si estuviesen en el salón de su casa y la ciudad entera mirase al mismo tiempo. Algo de resistencia primaria y feliz exhala la rueda de color que alumbran.

Si a la Feria del centro le caben todos los criterios, el de los sexos resulta variopinto. Hay una presunción casi infantil en la evidencia de que, más allá de los contados ambientes familiares, muchos varones prefieren ir por su cuenta y muchas mujeres por la suya. Se adivina, sin embargo, cierta disparidad de intenciones, y que conste que no hablamos de adolescentes: si los primeros se trasladan en grupo con cierto ánimo conquistador respecto a las segundas, agasajadas a menudo por ciertos gaznápiros hasta bastante más allá de lo soportable, las segundas parecen preferir la exclusiva compañía femenina para descansar un rato de los primeros, tendencia que parece confirmarse conforme avanza la edad de las presuntas. Semejante disparidad permitiría afinar una posible tesis sobre las formas de ocio en Occidente desde una perspectiva de género, pero tampoco es cuestión de ponerse serios. En la tarima que une las calles Larios y Salinas, tras la actuación de un grupo de bailes populares y de una formación de sevillanas, una incondicional con gafas de sol, bata de cola por las rodillas, complexión canija y pitillo entre los labios se jalea ella sola con un loro que lleva al hombro y en el que truena incombustible una cassette de María del Monte. La chica da vueltas que se las trae y logra convocar a unos cuantos a su vera para que le marquen el compás, yo iba de peregrina y me subistes a caballo. A su lado, un probo empleado de Limasa retira latas, plásticos y botellas. Pero la fiesta de verdad la tiene montada la Free Soul Band en la Plaza de las Flores con su contagioso cocktail de soul, funk y rock. Aquí la Feria parece otra: al cabo, la alegría de quienes saltan y bailan cuenta con un excitante mayúsculo. Ya me dirán por qué no se puede bailar a lo sex machine con una peineta de El Pimpi.

A las seis de la tarde hay que cerrar el chiringuito, así que el respetable sale a escape a buscar jolgorio en otra parte. Hoy tampoco hay taxis y los autobuses van atestados. Algunas cuadrillas se organizan para repartirse en sus coches, pero otros deciden quedarse en el centro. Aunque es víspera de festivo, este lunes de Feria se presenta considerablemente más tranquilo que el fin de semana: alguien, en alguna parte, está tumbado en el sofá reponiendo fuerzas después de una tajá legendaria con un gelocatil en cada carrillo. Pero el paisaje humano sigue siendo de lo más variopinto: un gabacho que ha bebido demasiado Cartojal juega a algo parecido a la petanca con vasos de plástico en Moreno Monroy, las rondallas insisten en sus cantes y oles en Sánchez Pastor y un equilibrista derrama su rebujito en la Plaza del Siglo para hacer más peligrosa la pista de patinaje. Conforme se avanza por Calderería en dirección a Casapalma, el olor a agrio se multiplica. Alguien con demasiado aguarrás en el estómago ha vomitado en la esquina con Beatas. Pasa un vendedor de biznagas y una japonesa pálida y flacucha que parece salida de una película de Resnais se queda alucinada con el aroma a jazmín.

Algo más tarde, conforme termina de caer el sol, quien quiere una alternativa razonable acude al Muelle Uno. Los Hula Hulas ambientan la noche y montan otra fiesta de alto copete con sus sonidos hawaianos y cincuenteros mientras el abultado personal, diverso y jubiloso, ríe y bebe sin peligro de que nadie salga atizado con una muñeca hinchable. Sorpresa: hasta los aseos públicos están practicables. Mejor será mantenerlo en secreto.

No hay comentarios

Ver los Comentarios

También te puede interesar

Lo último