El Prisma

Generación becaria

  • El paro juvenil es la mayor amenaza que ha tenido este país en décadas, el lastre de nuestra deuda, el origen de la desconfianza de los inversores y el freno al consumo de las familias

CUALQUIER persona que ocupe un puesto directivo medio en una empresa privada en Málaga y tenga alguna responsabilidad en la selección del personal -sea indefinido o temporal-, posee una perspectiva diferente del drama de la crisis. Sí, sin lugar a dudas se trata de alguien con suerte, pues en eso se ha convertido el derecho al trabajo, en un privilegio. Pero poder llegar a fin de mes, pagar la hipoteca o el alquiler y el resto de trampas en que nos metió nuestra mala cabeza durante la orgía de la bonanza no te inmuniza ante determinadas situaciones. Una de ellas es la avalancha de currículos de jóvenes, y no tan jóvenes, que llega a cualquier oficina. Y un periódico, por muy falsamente glamuroso que a ustedes les pueda parecer, también es un centro de trabajo. La Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de Málaga empezó su periplo hace ya dos décadas con un numerus clausus razonable que ya entonces parecía alto: cincuenta alumnos por titulación. En pocos años, cuando el mercado ya estaba saturado de periodistas, publicistas y comunicadores audiovisuales, se pasó a 150 por rama. Llegó la crisis y, como otros muchos centros universitarios, la Facultad se convirtió en una fábrica de parados. A los jóvenes que vivieron el final de su adolescencia en la cresta de la ola económica, cuando Aznar proclamaba que España iba bien y a Zapatero se le iba la pinza al afirmar que en poco tiempo superaríamos en PIB per cápita a Francia y Alemania (en deuda familiar sí que los hemos superado), se les dijo que había que seguir formándose como garantía para tener salida laboral. Algunos hicieron otra carrera. Muchos se fueron al extranjero, a perfeccionar su inglés, incluso a aprender un segundo idioma foráneo. Otros hicieron máster. Para pagarse las salidas, el ocio o incluso el alquiler de habitaciones que compartían con otros estudiantes, algunos afortunados lograron trabajos de camarero o dependiente en el verano, de socorrista en la piscina, de repartidor, azafata o monitor infantil.

Todo ese ciclo vital, mientras muchos amigos ganaban con facilidad 3.000 euros al mes haciendo mezcla y colocando ladrillos en algunas de las cientos de promociones inmobiliarias de la Costa del Sol, metiéndose en Audis, Mercedes y BMWs y llevando un ritmo de vida a lo Ícaro, viene reflejado en la mayoría de los currículos que hemos recibido en los últimos meses y años. Gente con 25, 26 o incluso 30 años te ruega la oportunidad de ser becario para trabajar, aunque sea durante unos meses, en lo que ha estudiado. Jóvenes con dos carreras, idiomas y una sólida cultura te piden desesperados que los contrates como conserjes, admiten casi entre lágrimas que no ven la maldita luz del final del túnel que durante tanto tiempo llevan preconizando los políticos.

Toda una generación, la nacida entre mediados de los 80 y principios de los 90, la supuestamente mejor preparada de nuestra historia, corre el riesgo de llegar a los adultos 30 años sin haber tenido un empleo digno, sin haber trabajado en aquello para lo que se formó. En realidad no hacía falta que miles de indignados tomaran las plazas para disgusto de alguna cabeza demasiado bien acomodada. Tampoco que el Papa o el Rey lo hayan hecho el centro de su discurso durante las Jornadas Mundiales de la Juventud, aunque bienvenido sea todo el foco que se le dé al asunto. El paro juvenil, que ronda el 50%, es la mayor amenaza que ha tenido este país en décadas, el lastre de nuestra deuda, el origen de la desconfianza de los inversores, el freno al consumo de las familias. Y, sobre todo, el naufragio personal, emotivo y psicológico de cientos de miles de jóvenes, a los que después reprochamos que hagan botellón y exigimos que paguen sus copas a precio de bar. ¿Qué han hecho los distintos gobiernos, centrales, autonómicos, provinciales y locales para combatir esto? Parches, chapuzas, planecitos de mínima ambición y peores resultados. ¿Y los sindicatos? Mirar para otro lado y defender sus cortijos.

Yo, desde la privilegiada posición del que examina currículos y encima cobra en parte por hacerlo, también soy un indignado. Y también rezo para que alguien dé con la solución a este problema. Y sobre todo para que tenga el valor de aplicarla.

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